viernes, 11 de abril de 2014

La última Cena

La Eucaristía (c.1637-40). Nicolás Poussin (1594-1665). Óleo sobre lienzo

Yeshúa y sus amigos iban a Jerusalén para celebrar Seder del Pesaj, la cena del primer día de Pascua o día de ácimos. Caifás, el primero de los Kohanim o Sacerdotes del Sanedrín, buscaba a Yeshúa por cuestionar los preceptos marcados desde la sinagoga, por aceptar la resurrección, por hablar con prostitutas, por curar en sábado, por enfurecerse en el templo, por despreciar la riqueza, por perdonar los pecados y por sentenciar que la ley no debía seguir los escritos sino el corazón. Le buscaban sabiendo dónde encontrarlo, pero Yeshúa sabía, a su vez, que nadie le arrestaría aquella noche, que nadie rompería  la paz de la cena.
Era una ceremonia sagrada y gozosa que no sólo celebraba el fin de la esclavitud en Egipto, sino también el paso del frío al calor, del invierno a la primavera, de la siembra a la cosecha, era la fiesta de la alegría y la fertilidad y no se efectuaba en el solemne marco de la sinagoga sino en la intimidad de los hogares cumpliendo así con una vieja promesa hecha al Eterno. "Cada uno procurará un animal para su familia, uno por casa. Si la familia es demasiado pequeña para comérselo, que se junte con el vecino de casa, hasta completar el número de personas y cada uno comerá su parte hasta terminarlo. Será un animal sin defecto, macho, de un año, cordero o cabrito. Lo guardaréis hasta el día catorce del mes, y toda la asamblea de Israel lo matará al atardecer. Tomaréis la sangre y rociaréis las dos jambas y el dintel de la casa donde lo hayáis comido. Esa noche comeréis la carne, asada a fuego, comeréis panes sin fermentar y verduras amargas. Y lo comeréis así: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano y os lo comeréis a toda prisa, porque es la Pascua, el paso del Señor". Sus amigos preguntaron a Yeshúa: "¿dónde quieres ir a comer el cordero de Pesaj?" y ellos hicieron lo que él les dijo. Llegaron a la ciudad, siguieron un hombre que acarreaba un cántaro de agua y entraron en una casa con la puerta manchada de sangre, completamente limpia de levadura, un fermento corrupto. Subieron a una sala grande, ya dispuesta y preparada, y colocaron lo necesario para el ritual de la fiesta. Con la cena debían beber, al menos, cuatro copas de vino: la primera para el Kadesh, el brindis; la segunda para el Mishpat, la evocación de la salida de Egipto, la tercera para la Redención y la cuarta para el Halel o bendición final. Tomarían karpás, las hierbas amargas dictadas por el Altísimo que eran apio o perejil mojado en sal, y también matzá, pan ácimo sin fermentar, unas hogazas quebradizas y secas que rememoraban el pan que los judíos no tuvieron tiempo de preparar en su presurosa huída. Y huevos duros, el símbolo ancestral de la fertilidad de los pueblos antiguos, con el que  recordarían también la dureza del alma del Faraón.
Recreación de la última cena
No tuvieron que vestirse de viaje, nunca dormían dos noches en el mismo sitio, eran viajeros. Se reclinaron frente a unas mesas bajas dispuestas en forma de U, apoyados sobre el brazo izquierdo, siguiendo las costumbres de los convites romanos porque sólo los hombres libres comían reclinados y los judíos eran libres.
Yeshúa, al que llamaban "rabino" o "maestro", se colocó entre los demás y bebió el vino del Kedesh y del Mishpat. Pero cuando hubo de lavarse las manos para la Urjatz o la ablución, se levantó de la mesa, se quitó el manto, ató una mappa a su cintura, puso agua en un lebrillo y lavó los pies de los demás, secándolos con ella. Hubo gestos de desconcierto. ¡El rabino, de rodillas, con las manos manchadas! Aquella misma mañana, en Betania, le habían acusado de dejarse querer por una joven que le había ungido con un carísimo perfume y ahora él, con aquel gesto, se humillaba. Algunos retiraron los pies, otros protestaron. Pero él les dijo: "¿Entendéis lo que he hecho? Os he lavado los pies, y así vosotros deberéis lavaros los pies unos a otros".
Tomaron con los dedos el Karpás, las verduras mojadas en agua salada, aquellas hojas que hacían llorar, pero no recordaron las lágrimas y la amargura de los hebreos durante la esclavitud.  "Os aseguro que uno de vosotros me entregará, el que come conmigo", comentó el rabí. Ellos se preguntaron, tristes: "¿Seré yo, seré yo?" Y todavía con el sabor de la sal en los labios, él respondió, resignado: "Uno de los doce, uno que moja conmigo en el mismo plato."
Llegó el Yajatz para cortar y distribuir las tres hogazas apiladas de matzá. Era un instante solemne, todas las familias de Israel reflexionaban y hablaban de la historia de su pueblo, de los antepasados y de la tradición, transmitiéndose los conocimientos heredados de los padres. Pero Yeshúa iba a entregarse al día siguiente y su pensamiento estaba lejos del Sinaí y de Moisés y hablaba del futuro y de la nueva era. Lo que se iba a consumir no era el pan del Éxodo, sino su propia vida. "Tomad y comed", les dijo, "porque esto es mi cuerpo, el que será entregado."
En el momento de la Redención tomó la tercera copa de vino. Antes de beber, dio gracias al Eterno, pero no sentía aquellos ritos como suyos. Los judíos, sus hermanos, le habían condenado, él nunca volvería a celebrar el Pesaj. Aquella comunión marcaba un nuevo pacto con Dios,  distinto al de Abraham, al de Jacob, al de Moisés. "Bebed, porque esta es mi sangre", sentenció, "es la sangre de la nueva alianza nueva y eterna que será proclamada por vosotros".
Mesa preparada para el Seder de Pesaj
Les dijo que no temieran, que no les abandonaba, que debían seguirlo aún cuando se hubiera ido, que él era el camino, la verdad y la vida porque él estaba en el Padre como el Padre estaba en él. Que perdonaran y se amaran unos a otros. No hubo Halel, ni Barej, o Nirtzá, olvidaron la comida y el cordero sacrificado. Él mismo se sacrificaría al día siguiente, ante el Sanedrín, ante Roma y ante una desconsolada multitud. Cuando dijo: "Levantáos, salgamos de aquí", todos sabían que aquello que acababan de vivir no era el Seder del Pesaj, era una ceremonia completamente nueva, un rito que habría de salir de la intimidad del hogar para celebrarse en la solemnidad de una misa y desde ahí elevarse al altar de un templo y emprender el vuelo hacia el arte y hacia Dios.

viernes, 28 de marzo de 2014

Amor en la mesa, Vol. I, ya en papel


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Jarros, jarras y aguamaniles

Pareja de jarros con Baco y Neptuno, Wedgwood, Inglaterra, S. XX
No hay vida sin agua. Del agua salieron las primeras formas vitales, fue en el agua donde las bacterias se transformaron en protozoos, en peces, en anfibios. El agua, que calma la sed, hidrata, limpia y hace crecer las cosechas, es fundamental en la supervivencia. Sin agua no habría bosques o ciudades, no habría seres vivos, el planeta estaría muerto, no habría nada.
Los antiguos intuyeron la importancia de esa combinación de átomos de oxígeno e hidrógeno como generador y mantenedor de la existencia mucho antes que Darwin publicara su teoría de la evolución de las especies. Aparece mencionada en la Biblia, en el Génesis, ya desde el primer capítulo: "Luego dijo Dios: haya un firmamento entre las aguas que separe unas de otras." Y también se cita en los  textos filosóficos griegos, que le atribuyen un papel importante en el origen del mundo. Así, Tales de Mileto, uno de los siete sabios, afirmó que el agua, el arjé, era la sustancia última del cosmos, de la que todo provenía y Empédocles la consideró uno de los cuatro elementos fundamentales, junto al fuego, la tierra y el aire. Al otro lado del mundo hacia oriente, en China, el agua fue siempre reverenciada como una de las fuerzas principales, regaba la tierra y apagaba el fuego, potencias que actuaban sobre la madera y el metal.
Aguamanil en forma de pájaro. Al Andalus, S XII
El agua estuvo en la Tierra antes que el hombre, pero el hombre la necesitaba, no podía pasar sin ella y tuvo que buscarla, traerla de los ríos, lagos y arroyos y acumular los regalos de la lluvia. Aprendió a desviar el caudal, a construir puentes y acueductos, diques, presas, estanques, acequias y piletas. Fabricó utensilios para recogerla y distribuirla, ánforas, cántaros y vasijas de cerámica y de metal que modeló, policromó e hizo bellos. Y puso nombre a las partes de aquellas formas siguiendo su propia anatomía, su propia imagen y semejanza, y las llamó boca, labios, cuello, hombros, panza. Y supo que algunos de esos recipientes domésticos para el agua y otros líquidos debían ser ligeros, para levantarlos con una mano, y tener dos elementos imprescindibles: un asa para sostenerlo y un pico vertedor que dirigiera el líquido al caer.
La costumbre de lavarse las manos antes de comer viene de muy antiguo. La mayoría de las religiones reconocen el poder purificador del agua y las abluciones constituyen una práctica habitual en muchas ceremonias religiosas, a menudo con agua perfumada en flores, hierbas o esencias. Los griegos y romanos, que comían reclinados, usando sólo la mano derecha, convirtieron aquel rito en una costumbre cotidiana y llevaron las abluciones a la mesa. El agua, que servía también para beber, era traída por los esclavos de Roma en el aquamanirium o aquamanarium -de aqua (agua) y manus (mano)–, una vasija de cuello alto, con asa y pico vertedor, que venía casi siempre sobre una bandeja profunda, una especie de lebrillo o palangana que recogía el agua vertida.
Tras la caída del imperio romano el cristianismo mantuvo el papel purificador del agua en muchos de sus ritos. Durante la misa, el sacerdote se lava las manos antes de oficiar; el bautismo, la bendición o la consagración giran en torno al agua. Los útiles de la misa, los aguamaniles, las vinagreras, la patena y los cálices fueron siempre piezas sagradas que se encargaban a los mejores maestros y artistas, quienes los realizaban en materiales preciosos.
Aguamanil de lapislázuli. Florencia, c. 1600
Los aguamaniles de uso civil estuvieron a punto de desaparecer de Europa durante la Edad Media porque los ritos o la higiene no eran propios de una tierra en lucha, pero hubo algunos. Los más populares eran los de metal con forma de pájaro, león o caballo. El metal era duradero, eterno, no se rompía; su uso estaba limitado a los más privilegiados. Eran piezas hechas para permanecer y vencer incluso al tiempo.
Con el islam, el vidrio, relegado desde los tiempos de Roma, experimentó un tímido renacer. Los musulmanes sabían que era perfecto para proteger la luz de las lámparas e identificar las impurezas de los líquidos. Transparentaba el contenido y prevenía de los envenenamientos, pero era un material frágil que se rompía mucho, apenas quedan ejemplos conservados. Fueron también los árabes quienes llamaron jofaina  (“yufaina”) a la palangana que recogía el agua del aguamanil y quienes utilizaron por primera vez el término jarra (“djarrah”), para referirse a un vaso con dos o más asas que usaban para guardar y servir líquidos (el jarro, por el contrario, sólo tenía una). Con el tiempo, la palabra castellana "aguamanil" pasó a denominar a casi cualquier recipiente que tuviera algo que ver con el agua, ya fuera un depósito de cerámica colocado en la pared, un mueble de madera que escondía la palangana y el jarro, los utensilios en sí o un simple cuenco lavamanos.
En el Renacimiento los aguamaniles civiles recuperaron protagonismo en la mesa y se encargaron también a los mejores artistas y orfebres, que superaron con creces las cotas de excelencia alcanzadas por los clásicos. A veces aparecían sobre el mantel, pero lo más normal era que estuvieran sobre el buffet o el aparador. La servilleta era ya un elemento permanente en las mejores casas y los jarros se  especializaron en presentar y verter agua, vino, aceite u otros líquidos. Los aguamaniles encontraron un espacio propio en los dormitorios y en las estancias particulares, a veces envueltos en muebles especiales, hechos a propósito, otras colocados simplemente sobre una mesa o un armario bajo. Durante los tiempos del dominio español, la forma más popular fue el denominado Jarro de Pico, que toma su nombre de su pronunciado pico vertedor. Estos jarros de plata maciza, boca ancha y sin cuello, realizados por todos los plateros españoles y coloniales, respondían bien a la estética del imperio: sobrios como el negro "ala de cuervo" que llevaban sus dignatarios; recios como sus convicciones, pesados como la carga de su misión evangelizadora.
Aguamanil en cristal de roca. S. XVI.
Tesoro del delfín, Museo del Prado.

Jarros y jarras continuaron firmes en la mesa, pero el aguamanil quedó definitivamente desterrado cuando en el siglo XVIII se generalizó el uso del tenedor. A partir de entonces, lavarse las manos antes de comer dejó de ser importante. También fue desapareciendo de los dormitorios; apenas el agua llegó a los hogares en tuberías y cañerías, las jofainas se transformaron en lavabos y los picos vertedores en grifos.
Desde finales del siglo XX el agua mineral libra en la mesa una batalla contra el agua corriente. Las botellas de las fuentes y balnearios han encontrado un nicho de mercado y compiten contra las jarras, con su asa y su pico vertedor, que reciben el agua doméstica y abren la boca en gesto de protesta. Quizá sea un buen momento para reivindicar lo corriente, el agua que brota de los grifos y que aparece en un instante, con sólo hacer un movimiento pequeño, un agua digna de un príncipe del Renacimiento o de cualquiera de los nobles caballeros que, para saciar su sed, usaban un aguamanil de cristal.










viernes, 27 de diciembre de 2013

El haba del roscón de reyes


El rey bebe, o La fiesta del haba. Jan Steen, (1668)
Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalén unos magos diciendo: "¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en el oriente y venimos a adorarle". Oyendo esto, el rey Herodes se turbó y toda Jerusalén con él. Y convocados los principales sacerdotes y escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Mesías. Ellos le dijeron: "En Belén de Judea; porque así está escrito por el profeta: Y tú, Belén, de la tierra de Judá, no eres la más pequeña entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un guiador que apacentará a mi pueblo, Israel". Entonces Herodes, llamando en secreto a los magos, indagó de ellos diligentemente el tiempo de la aparición de la estrella y enviándolos a Belén, les dijo: “Id allá y averiguad con diligencia acerca del niño y cuando le halléis decídmelo, para que yo también vaya y le adore". Habiendo oído al rey se fueron y he aquí que la estrella que habían visto en el oriente fue delante de ellos hasta que, llegando, se detuvo sobre donde estaba el niño. Y al ver la estrella se regocijaron con muy gran gozo. Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre, María, y postrándose lo adoraron; y abriendo sus tesoros le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra. Pero siendo avisados por revelación en sueños que no volviesen a ver a Herodes, regresaron a su tierra por otro camino. (Mat, 2).
Estas escuetas palabras del Evangelio de Mateo son la única referencia que el Nuevo Testamento dedica a los llamados Reyes Magos, una visita que, dicen, fue el primer reconocimiento público del poder y la esencia de Jesucristo. El encuentro, que los padres de la Iglesia clasificaron como Epifanía del Señor, término griego que significa "revelación" o "manifestación", fue marcado en el calendario 12 días después del 25 de diciembre, es decir, el 6 de enero.
Adoración de los Magos. Giotto (1267-1337)
La Adoración de los Magos se convirtió pronto en uno de los temas más repetidos y habituales de la historia del arte. Aunque los primeros ejemplos aparecen ya en las catacumbas romanas, en la iglesia de San Apolinar de Rávena, del siglo VI, ya hay una representación de los magos con tres nombres: Melchior, Gaspar y Balthassar. El tiempo y el paso de los distintos pontífices fueron sumando detalles simbólicos a la escena, normalmente alrededor del número 3 que, en la antigüedad, se consideraba el número perfecto y celeste, el símbolo de la Trinidad. Sin hacer mucho caso a las Escrituras, los Padres de la Iglesia dictaminaron que los sabios fueron tres; tres representantes de las tres edades del hombre, de tres razas distintas, venidos de tres continentes diferentes. Y que los tres regalos que ofrecieron al Niño fueron de tres naturalezas: oro (sólido, que representaba su origen real), incienso (gaseoso, que simbolizaba su naturaleza divina) y mirra (líquido, con el que se fabricaban perfumes y ungüentos, para representar el sufrimiento y muerte de Jesús).
Los regalos de los Magos al Niño fueron la excusa perfecta para mantener algunas de las más arraigadas tradiciones de los Saturnales: la Sigiliaria y el juego del haba. La Sigiliaria era la ceremonia en la que los niños colocaban comida y bebida a los lares del hogar, que al día siguiente se convertían en regalos traídos por los antepasados. Por su parte, el juego del haba era una broma. Los romanos elaboraban una torta redonda con un haba escondida que repartían entre todos los habitantes de la gens (el núcleo familiar que incluía también al servicio, los animales y los esclavos). Por ser la primera leguminosa en brotar, el haba era una semilla venerada como embrión de fertilidad y como promesa de primavera. El afortunado que la encontraba en su trozo era nombrado "rey de reyes" y todos debían cumplir sus órdenes. Ya fuera un esclavo, un plebeyo o un niño, cualquiera podía ser rey en la Saturnalia.
Roscón de reyes con haba y figurita
El juego del Rey del Haba, como tantas otras costumbres de los Saturnales, se siguió practicando en Occidente tras la caída del Imperio Romano y la torta con sorpresa quedó como el dulce que culmina las fiestas de Navidad. La Iglesia aportó su propio simbolismo: el círculo como expresión de perfección e indivisibilidad y el haba como signo de fecundidad y vida. Hay referencias y citas de todas las épocas y de todas las naciones sobre un pastel similar.  Ben Quzman, poeta andalusí, describe en su Cancionero una tradición de año nuevo que consistía en una torta que contenía una moneda.
Hacia el año 1000 la tradición era muy popular en toda Europa. En Francia tomaban el gâteau des rois,  también llamado Couronne des Rois, y la Galette des Rois propia del norte del país, que hacían con masa de hojaldre rellena con crema de almendras molidas, azúcar, algo de mantequilla y yema de huevo. En muchos lugares se hacía recaer la figura del “rey  del haba” (roi de la fève) sobre el niño más pobre de la ciudad, al que se regalaba un donativo y agasajaba con un ágape. La fiesta entró en España desde Navarra, a través de la refinada corte de los Teobaldos, procedentes de la Champaña francesa. Se celebraba siempre en el lugar donde se encontrara el soberano o, en su ausencia, la soberana. Allí donde estuvieran los monarcas de Navarra ofrecían una comida de Reyes a los niños más necesitados que terminaba con una porción del bollo con el haba oculta. El que lo encontraba en su porción era proclamado rey de la fiesta. 
En los Países Bajos la costumbre estaba muy presente en las casas, fuera cual fuera su clase social. Fieles continuadores de la vieja tradición romana, el Día de Reyes la gente iba de casa en casa, pidiendo limosna para los pobres y cantando villancicos. Al día siguiente preparaban un roscón con un haba escondida en la masa y aquel que la encontraba en su porción del pastel era proclamado rey de la jornada y se le permitía ciertas licencias, como pedir una ronda de bebidas para todos los presentes. El "rey" tenía también que nombrar a los cargos de su corte: bufón, mayordomo real o maestro de música. Cada vez que levantaba la copa, todos bebían un buen trago gritando a coro: ¡El rey bebe! ¡El rey bebe! Esta celebración, alegre y ruidosa, fue muy representada por los pintores flamencos y holandeses del barroco. Maestros como Jan Steen, David Teniers, Jacob Jordaens o Gabriel Metsu entre otros, lo eligieron para tema de sus obras, una fiesta jovial en la que los personajes aparecen a menudo borrachos.
Las historias y leyendas alrededor del Roscón de Reyes son infinitas. Dicen que en la Francia del siglo XVIII el cocinero de Luis XV, monarca que reinaba desde los cinco años, le preparó un roscón en el que escondió un medallón de diamantes. El niño rey quedó encantado con el dulce y lo propagó entre la aristocracia francesa y europea, eso sí, con una moneda dentro en vez del medallón. El primer Borbón que llegó al trono español, Felipe V de España, introdujo esta costumbre en la corte de Madrid, y el haba fue desapareciendo para dar paso a regalos más tangibles. Aún así, la tradición era siempre la misma: el que lo encontraba era coronado rey y todos los presentes le obedecían. Poco a poco, en el roscón llegó a las clases más bajas que, como no podían permitirse sorpresas caras, tuvieron que conformarse con las figuritas de terracota que los pasteleros escondían en la masa. 
Cabalgata de Reyes, Florencia

Los españoles llevaron la costumbre del roscón de reyes a América en la época de los descubrimientos. Desde entonces, en el mes de enero, todos los países hispanohablantes se suman a la fiesta aunque cada uno aporta sus costumbres propias. En unos casos el bollo tiene un haba, en otros, una figurita. En México colocan una imagen del niño Jesús y, quien la encuentra debe ofrecer tamales y atoles el 2 de febrero, día de la Candelaria, cuando se presenta al niño Dios en el templo en una canasta adornada con velas.
Los Reyes Magos fueron siempre unos personajes muy queridos por los cristianos, sobre todo por los niños. Eran tres figuras generosas, ricas y elegantes que les traían regalos. Los Medici, que sentían una particular devoción por ellos, se hicieron construir en su palazzo una Capella dei Magi con frescos de Benozzo Gozzoli.  En el siglo XV ya existía en Florencia la Compagnia dei Magi o Compagnia della Stella, una de las congregaciones más importantes de la ciudad, que cada tres años (desde 1447, cada cinco) evocaba el viaje de los Reyes Magos por las calles de Florencia, un precioso acontecimiento histórico seguido año tras año por miles de turistas. Aún así, en Italia no son los reyes quienes traen los regalos. El honor le corresponde a la befana, una anciana que no pudo ayudar a los Reyes cuando estos le preguntaron por el camino a Belén.
La cabalgata de los reyes es uno de los espectáculos más esperados de la Navidad. Los niños acuden con sus padres a verlos llegar y después corren a sus casas a organizar el ritual de la noche. Antes de ir a dormir colocan los zapatos en el balcón, junto al árbol o al belén, y dejan algo de comer y beber a los magos (normalmente dulces y algún licor) y agua para los camellos. Como en la Sigiliaria, los platos y cuencos, al día siguiente aparecen vacíos, con regalos en su lugar. 
El roscón se toma en cualquier momento de los primeros días de enero, según los países y las costumbres. Algunos lo prefieren para desayunar, otros en la merienda. Muchas familias celebran una fiesta con roscón y chocolate, a veces acompañado de vino espumoso, para entregar a los niños los regalos de reyes que no han llegado a sus casas. Algunas pastelerías españolas han optado ahora por incluir dos sorpresas, una positiva, la figurita, y otra negativa, el haba. Dicen que el que encuentra la figura es coronado rey y el que se topa con el haba deberá pagar el dulce, de aquí la expresión "tontolaba", tonto del haba. Pero son pocos los roscones con dos sorpresas. Y el haba no fue nunca un signo negativo. Simboliza la regeneración, el resurgir de la vida, el año nuevo, un año nuevo que, por supuesto, traerá sorpresas... aunque no siempre aparezcan dentro de un roscón. 



viernes, 20 de diciembre de 2013

La noche más vieja del año

Andy Warhol, Bianca Jagger y Liza Minelli, entre otros, celebran la Nochevieja de 1978 en Studio 54, NY.
Los latinos eran un pueblo que hace miles de años habitaba la región del Lacio, en la costa central de la península itálica. Para medir el tiempo seguían los ciclos de la luna. Su año tenía sólo diez meses: comenzaba en marzo, Martium, dedicado a Marte, el dios guerrero, y en su primer día, al que llamaban calendas, llamadas, elegían a los pretores y recaudaban los tributos a voz en grito para anunciar así un futuro brillante y luminoso. A Martium le seguían April (del latín aperire, abrir, por la primavera), Maium (por la diosa Maia), Junium (por Juno), Quintil (quinto), Sextil (sexto), September (séptimo), October (octavo), November (noveno) y December (décimo). Con este sistema el año quedaba siempre corto respecto a las estaciones y al movimiento del sol y, para evitarlo, los pontífices, encargados de construir los puentes y de llevar la cuenta de los meses, sumaban a su voluntad, de vez en cuando, unos días a las calendas en un libro que llamaban calendarium.
Este método era muy poco científico y nada práctico. En el siglo VII aC Numa Pompilio, segundo rey de Roma, trató de hacer un calendario más riguroso siguiendo el ciclo de las estaciones solares y añadió al año dos meses más, Ianuarium, (dedicado a Jano, mes 11) y Februarium (de februare, purificar, mes 12). Jano era su dios favorito; la figura de las dos caras opuestas que mira a la vez al pasado y al futuro, la que recuerda que todo final es también un comienzo. No tiene equivalente en la mitología griega y es una especie de mito cultural indoeuropeo al que se atribuye, entre otras cosas, la invención del dinero y de las leyes. Ianuarium, enero, gennaio o january es, pues, la puerta, el principio y la entrada, el momento crucial del paso, el tránsito entre lo que se fue y lo que llega, lo hecho y lo que está por hacer. 
El dios Jano
Un siglo y medio antes del nacimiento de Cristo, ya en tiempos de la República, Roma acordó llamar a los cónsules dos meses antes del comienzo de las campañas militares y fijó el principio del año en las calendas de Ianuarium. Ovidio, en el siglo I, explicaba en sus Fastos los ritos a seguir para invocar al dios: "Tú que tienes dos caras y el año empiezas en silencio, único entre los espíritus que ve detrás…"  En su templo, cuyas puertas permanecían abiertas mientras Roma estuviera en guerra, el sacerdote ofrecía cebada, sal y una torta de queso, harina, huevos y aceite preparada en el horno. Las familias se hacían visitas y comían miel, dátiles e higos: "Que el sabor pueda pasar en las cosas; y el año, dulce como empezó pueda continuar", pedían. Intercambiaban ramitos de laurel que auguraban fortuna y felicidad y pequeñas bolsas con lentejas, que simbolizaban monedas. Al día siguiente, en las calendas, nadie descansaba, todos desarrollaban su oficio habitual. "He consagrado al trabajo el año que ahora empieza", había sentenciado el propio Jano, "de manera que el año entero no sea ocio."
Cuando en el año 46 aC el calendario romano alcanzó un desfase de unos tres meses respecto a las estaciones del sol, el entonces emperador Julio César tuvo que tomar cartas en el asunto. Las predicciones no se cumplían y el cálculo exacto de los días del año, con sus condiciones atmosféricas, era fundamental para el éxito de las campañas militares. Fue entonces cuando encargó a Sosígenes, un prestigioso astrónomo griego establecido en Alejandría, Egipto, que hiciera un calendario nuevo. Sosígenes se despreocupó de la Luna y ajustó la duración de los meses al ciclo solar, tal como hacían los egipcios. Con relojes rudimentarios, de sol, de arena, de agua, de incienso o de velas, estableció el tiempo total del año en 365,25 días y seis horas y cada cuatro años intercaló un día extra, entre el 25 y el 24 de febrero al que, por ser el 24 el sexto día antes de las calendas de marzo, llamó bis sextus, bisiesto.

Este cálculo, sorprendentemente preciso para la época, fue la base del calendario juliano que desde entonces midió el tiempo en el imperio de Roma. Los romanos no olvidaron el esfuerzo de Julio César por poner orden en el caos y llamaron Iulius al mes Quintil, en su honor. 
Pero los cálculos de Sosígenes no eran completamente exactos. Había una diferencia de 11 minutos y 9 segundos al año, algo menos de un segundo por día, respecto a los cálculos actuales. La Iglesia ya lo advirtió cuando adoptó este calendario en el Concilio de Nicea en el 325, pero no hizo nada. Se limitó a establecer la semana laboral, basándose en los astros que se podían observar desde la tierra, Luna, Marte, Mercurio, Júpiter y Venus; pasó el sábado al sexto día y convirtió al séptimo, el día del sol romano, en el día de descanso. El Sunday (día del Sol), posteriormente se transformaría en el domingo, día del Señor. La Iglesia dio también a los días nombres de santos patronos y la gente se acostumbró a recordar las fechas por su onomástica.  
La noche de San Silvestre, el 31 de diciembre, fue siempre una fiesta. El año oficial no comenzaba ningún día en concreto, cada pueblo y cada nación seguía su propio calendario, unos empezaban el 25 de diciembre, al estilo de la Navidad; otros el 25 de marzo, al estilo de la Encarnación. La Iglesia en Pascua, sin fecha fija. Pero fuera cuando fuera el inicio del año laboral, la Nochevieja del 31 era siempre una fecha especial en la que se daba un baile de cifras y el mundo cantaba, bailaba, comía y bebía sin adorar a ningún dios pero celebrando el fin de un ciclo y el comienzo de otro. Era la noche de las visitas, las felicitaciones, las predicciones y los augurios.
A finales del XVI, el calendario juliano marcaba ya once minutos de error; pero los conocimientos, después de mil años, volvían a estar al nivel de los antiguos. Los descubrimientos demostraban que la tierra era redonda y que los planetas giraban alrededor de sí mismos y de otros que, a su vez, orbitaban alrededor del sol. Los nuevos avances permitieron a Gregorio XIII hacer una importante reforma y establecer el calendario gregoriano, vigente hasta hoy, en el que el año tiene una duración de 365,2425 días, en lugar de los 365,25 de Sosígenes.
Cuadrar los calendarios en los distintos países no fue tarea fácil. España no lo consiguió hasta el siglo XVII y en Inglaterra hasta 1752. Lord Chesterfield, promotor de las reformas en las islas, tuvo que  suprimir los meses de enero, febrero y veinticuatro más días del año 1751, y once días de 1752. Así, en 1752 el miércoles 2 septiembre fue seguido por el jueves 14 de septiembre. Chesterfield aguantó con flema británica a los ingleses que reclamaban sus días.
Amanece un nuevo año en el mundo
Las cortes europeas celebraban la Nochevieja bailando. En el XVIII, la moda era el cotillón, una contradanza francesa por parejas de a cuatro en la que los participantes se juntaban para presentarse en sociedad y coqueteaban en el suave cruce de los pasos. A lo largo del siglo siguiente el cotillón se transformó en otros bailes más complejos y el nombre redujo su significado a una bolsita con confeti, gorritos, máscaras, serpentinas y matasuegras que se entrega en España en las fiestas de fin de año. Porque la Nochevieja fue siempre una celebración ruidosa y pagana. Probablemente desde que en la Edad Media comenzaron a verse los primeros relojes en las torres de las iglesias, los vecinos de los pueblos y aldeas se reunían para celebrar ese instante, ese presente, volátil y efímero que separaba un pasado infinito de un futuro infinito. Antes tomaban algo, pero no era aquella una tranquila cena familiar, sino más bien un aperitivo informal antes de salir a la calle para dar la bienvenida al nuevo año y compartir la alegría y las esperanzas con los demás. Desde finales del siglo XIX los madrileños acompañaron con uvas cada campanada que sonaba desde el reloj de la Puerta del Sol. 
A finales de esa centuria, ya establecido el sistema métrico decimal, delegados de 25 países acordaron adoptar el meridiano de Greenwich, al sur de Londres, como referencia internacional y fijar los parámetros del día universal, que comienza a medianoche, hora solar en Greenwich, y dura 24 horas. Promovieron los estudios técnicos necesarios para regular y aplicar el sistema a la división del tiempo y el espacio y establecieron los horarios de los países en base a su situación exacta en el planeta.
Desde entonces el mundo entero celebra el mismo día, el 31 de diciembre, el cambio de calendario, en una ceremonia que comienza en un lejano archipiélago del pacífico, en la isla de Navidad y avanza siempre hacia el este para terminar unos pocos atolones más lejos del principio, en otro archipiélago, cercano en kilómetros pero separado por el tiempo, a un día entero de distancia. Así, poco a poco, el nuevo año asoma la cabeza mientras los habitantes del planeta, de cualquier religión o país, miran sus relojes. En Japón los templos budistas hacen sonar las campanas 108 veces para dejar que vuelen las aflicciones y lanzan globos al espacio llenos de buenos deseos. En la India bailan al son de las estrellas de Bollywood. Los rusos contienen la respiración cuando el reloj del Kremlin marca las doce. En Inglaterra se fijan en el Big Ben, Nueva York saluda desde Times Square, México desde el Zócalo. En el hemisferio sur se bañan en la playa o hacen surf abrazados por las olas. 
El padre Tiempo
El 31 es la cifra que cierra una etapa y abre otra, la que señala que las alegrías y los problemas pasados no se repetirán ni serán los mismos. Con la vista puesta en el futuro los seres humanos festejan y escuchan las predicciones. Saturno, el dios de la agricultura y la cosecha, el de las barbas blancas y largos cabellos, el que siempre llevaba una hoz en la mano, el de los Saturnales, se ha fusionado con Crono, uno de los Titanes primigenios y se ha convertido en el Padre Tiempo, ese Tiempo que transcurre implacable y renace cada 1 de enero, el vigilante al que las desventuras cavan surcos en el rostro, el que encanece sus cabellos abrumado por las dificultades cotidianas, el que con el paso de los días, las semanas y los meses envejece un poco y llega a diciembre encorvado por el peso de la vida para reaparecer segundos después convertido de nuevo en un bebé, en un niño que se hará hombre con las responsabilidades y la lucha y llegará a viejo el 31 de diciembre, momento en que anunciará, una vez más, que el año ha llegado al fin. 

viernes, 13 de diciembre de 2013

La Navidad de la discordia


El Christmas Pudding, una de las más antiguas tradiciones inglesas
No todos los romanos disfrutaban con los Saturnales. Eran las fiestas del brillo, el ruido y el desenfreno. Los árboles de hojas perenne y siempre viva resplandecían iluminados con velas, las casas se llenaban de plantas, musgo, nueces y manzanas. Había convites para degustar los mejores manjares y muchas, muchas fiestas. Unas públicas; otras, privadas; otras, familiares. La Saturnalia no sólo traía la luz en tiempos de oscuridad, además generaba reuniones entre los mayores e ilusión entre los niños. 
Una de las celebraciones más populares era la Sigillaria, dedicada a los lares, los dioses protectores del hogar. En cada casa había un larario, un altar o una peana donde colocaban imágenes simbólicas de los que ya no estaban, de un familiar, un amigo o de un líder al que no querían olvidar. Cada uno de ellos era un sigillum, una figurita de cera, madera, terracota o piedra con un gran valor sentimental.  
La noche antes de la Sigillaria, los romanos intercambiaban los sigilla de los muertos ese año. Después, los niños de cada familia colocaban las estatuillas en un entorno bucólico, un jardín o una casita en miniatura y, reunidos ante esta escena, invocaban la protección de sus abuelos y bisabuelos, a los que dejaban unos cuencos con comida y vino. A la mañana siguiente, en lugar de los cuencos, encontraban regalos traídos por sus antepasados. La mayoría eran figuritas de cera o terracota hechas especialmente para ellos, pero también podían ser velas u objetos de broma. Cátulo recibió una vez un libro de ripios escrito por "El poeta más malo de todos los tiempos". Marcial hablaba de tablillas para escribir, dados, tabas, huchas, peines, mondadientes, un sombrero, un cuchillo de caza, un hacha, lámparas, pelotas, perfumes, pipas, un cerdo, salchichas, un loro, mesas, copas, cucharas, ropa, estatuas, máscaras, libros y mascotas. Los patrones daban un aguinaldo (sigillaricium) a sus empleados para ayudarles a comprar regalos, que podían llegar a ser muy caros: un esclavo o un animal exótico. Pero no a todos les gustaban los Saturnales. Algunos romanos como Plinio o Séneca huían de la ciudad y buscaban refugio en el campo, lejos del estruendo y de las masas.
Saturnalia en Budapest (2012)
Cuando en el siglo IV la Saturnalia se convirtió en Navidad, los obispos y padres de la Iglesia mantuvieron sus colores característicos, verde, rojo y oro, como símbolos de la vida eterna y la luz del mundo, pero cristianizaron a sus protagonistas. Los lares y sigilla se convirtieron en santos y patronos. Los templos se hicieron iglesias. Y los Reyes Magos y San Nicolás sustituyeron a los antepasados para llevar juguetes y sorpresas a los niños. Pero aún así no a todos les gustaban las Navidades. Muchos decían que eran hijas de los Saturnales, la fiesta pagana por la que Roma se había perdido envuelta en orgías, el símbolo del desenfreno y la decadencia que habían arruinado al imperio. 
Roma se hundió en la guerra contra los bárbaros, contra los arrianos y contra sí misma y se dividió. Cuando se cortaron las vías de comunicación entre nórdicos y mediterráneos cada pueblo siguió adelante con sus costumbres más antiguas. En el norte dejaron de beber vino y de tomar pan de trigo y volvieron a la cerveza y a la cebada. Pero mantuvieron la costumbre de iluminar los árboles de hoja perenne durante la Navidad. Era así como hacían frente a la oscuridad del solsticio de invierno, una tradición más antigua que los propios romanos, seguida ya por los pueblos celtas. Además, en el Norte, la oscuridad del invierno se alargaba siempre más.
En Italia y en los países mediterráneos prefirieron centrarse en el Nacimiento, heredero directo de las imágenes que los niños agrupaban en la fiesta de los lares. Ya hay representaciones de la Virgen y el Niño en las catacumbas de los primeros cristianos, pero dicen que fue en Nochebuena de 1223 cuando el belén vivió su primera escenificación pública. Aquel día, en una cueva próxima a la ermita de Graccio, en Italia, Francisco de Asís celebró una misa de gallo utilizando un pesebre como altar junto a una mula y un buey. El santo explicó el Evangelio y habló sobre el nacimiento de Cristo, el hijo de Dios, ocurrido en circunstancias tan humildes como las que en aquel momento se producían: una fría noche de invierno, en el interior de una cueva, resguardados en un establo de animales que calentaban al Niño con su aliento. Habló de humildad, de pobreza, de simplicidad. Causó tanta emoción entre los asistentes, que uno de ellos, dijo haber visto un hermoso niño dormido en el pesebre. Y cómo San Francisco lo acunaba entre sus brazos.
Belén napolitano. Siglo XVIII (Detalle)
No tuvo que pasar mucho tiempo para que proliferaran en las iglesias los belenes con figuras de terracota, cera o madera. Al principio eran sólo de cinco personajes: María, José, el Niño, la mula y el buey; pero poco a poco se incorporaron otros nuevos siguiendo los motivos que los pintores reflejaban en sus obras. Primero fueron los Reyes Magos, después, los ángeles y los pastores. En el siglo XVI ya había nacimientos muy elaborados, realizados por artistas de prestigio. Unos con figuras rígidas, otros, con muñecos articulados hechos con sofisticados armazones de madera y alambre, con los pies, las manos y la cabeza en terracota, imágenes para vestir y desvestir. Los nobles siguieron el ejemplo de la iglesia y empezaron a colocarlos en sus castillos y palacios. En el Reino de Nápoles, sobre todo, el presepe se convirtió en el orgullo de las familias más poderosas, que se hacían construir vitrinas a medida para poder contemplarlos todo el año y mostrarlos a las visitas. Las figuras se atesoraban como piezas preciosas que pasaban de generación en generación.
Pero no a todos les gustaban las Navidades. Ya fuera alrededor del árbol o cerca del nacimiento, era el tiempo del exceso. En este sentido nada había cambiado desde los Saturnales. Todos vestían sus mejores galas y comían en una mesa abundante, bebían mucho vino y cantaban. En los castillos medievales hacían escenografías y entremeses como el de la cabeza de jabalí con una manzana en la boca, llevada bajo palio entre músicos y actores. En las Iglesias brillaban las más delicadas piezas de orfebrería y sonaban los oratorios más espléndidos. Los palacios rivalizaban por dar los mejores banquetes. Sobre el mantel aparecían la plata y el oro, las carnes de caza y los dulces típicos. Por mucho que la iglesia hablara de humildad y de pobreza, la Navidad era el momento perfecto para la ostentación, el marco ideal para marcar las diferencias sociales.
Feliz Navidad  Viggo Johansen (1851-1935)
Los ataques fueron especialmente efectivos durante el Renacimiento. Los protestantes se hacían preguntas sobre la espiritualidad y el origen de la fiesta. ¿Era ese el mensaje de Cristo? ¿Y los pobres, los enfermos o los que estaban solos? Los cristianos trataban de aliviar sus conciencias haciendo donativos o invitando a los demás a su mesa. Y los regalos seguían iluminando las caras de los niños envueltos en la magia. 
Cuando los protestantes se enfrentaron definitivamente a la Iglesia Católica barrieron sus ritos, sus símbolos y ceremonias. Rechazaron la veneración de los santos, el lujo entre el clero, el comercio de reliquias y de bulas y la mayoría de las fiestas. Decían que la Navidad era una “Trampa de los papistas" y la calificaron de "Garras de la bestia". Pero la mayor parte de los cristianos la defendía. Los obispos, también. No iban a renunciar a una de sus fiestas más populares, sobre todo después del Concilio de Trento, si la Iglesia había decidido que la mejor manera de combatir la herejía era mediante el arte. Pocos momentos ha habido más sublimes en la historia de la creación europea como el generado por la Contrarreforma, cuando en los siglos XVII y XVIII, los mejores músicos, pintores, escritores y arquitectos dedicaron sus recursos y sus esfuerzos a alabar a Dios.
Los protestantes anglicanos eran especialmente contrarios a las Navidades. Cromwell llegó a prohibirlas al llegar al poder tras decapitar a Carlos I. Pero el pueblo, que las disfrutaba, no estaba de acuerdo con medidas tan drásticas. Hubo muchos motines y en Canterbury, sede del arzobispado, pintaron las puertas con eslóganes religiosos navideños. Eran unas fechas queridas en todos los estratos sociales. A pesar de su brillo y de su pompa la Navidad no era sólo para ricos, sino para todos. Nobles y plebeyos, señores y siervos disfrutaban al comer, beber, cantar y bailar. Todos participaban en los juegos, las escenografías o intercambiando regalos. Les gustaba decorar sus casas con ramas de abeto, muérdago y acebo. Si los poderosos oían oratorios y comían faisán, los pobres cantaban villancicos y probaban el mazapán. Los señores hacían regalos a los siervos, los patrones a los empleados. Ya fuera el 24 o el 25, el día de Reyes o el de fin de año, la mayoría de los adultos y casi todos los niños recibían algo. Y ya fuera con una cuchara de madera o con una delicada obra de arte, mantenían viva la ilusión.
La Navidad volvió a ser legal en el Reino Unido cuando Carlos II restauró la monarquía en 1660, pero aún así no gozó del beneplácito de los protestantes más ortodoxos. Este fue el tipo de colonos que llegaron a Nueva Inglaterra en el Mayflower, emigrantes puritanos que la prohibieron en Boston entre 1659 y 1681. Durante la guerra de la independencia tampoco gozó de muy buena prensa: era una costumbre inglesa que había que tratar de olvidar a toda costa.
Mesa navideña
Pero en la mayoría de los países cristianos, ya fueran anglicanos, luteranos, calvinistas o evangélicos, las Navidades seguían celebrándose. En los países nórdicos, los adornos del árbol pasaban de generación en generación como en el sur los personajes del belén. En el siglo XVIII, en Bologna, se creó el primer mercadillo navideño, tradición que se mantiene hoy. Aparecieron las características propias de los distintos nacimientos: el boloñés, el provenzal, el catalán. Cada región incorporaba sus personajes, buenos y malos, ricos y pobres. En unos lugares la casa era una iglesia, en otras una gruta, un establo en la de más allá. 
La industrialización del XIX fue un factor primordial para revitalizar la Navidad en el mundo anglosajón. Las máquinas podían fabricar muchas cosas, y era un período de ventas que el mercado no desperdiciaría. Había música de Navidad, cuentos de Navidad, decoración de Navidad, teatro de Navidad, fiestas de Navidad y comida de Navidad. En el Reino Unido, donde no gozaba de muy buena fama, revivió gracias a los escritores románticos, sobre todo a Charles Dickens que en su Cuento de Navidad hacía de su personaje principal, Scrooge, un icono del viejo cascarrabias misántropo y antinavideño, que se salvaba gracias a haberse visto a sí mismo a través de los ojos de los demás. En las casas comenzaron a mezclarse las tradiciones. Los árboles llegaron a los pueblos del sur y los belenes a los del norte. En muchas casas había regalos dos días, unos traídos por Papá Noel, otros por los Reyes Magos. Los hogares organizaban fiestas, bailes y reuniones. 
No existen tradiciones navideñas concretas. Cada casa sigue las costumbres de su país, su región y, sobre todo, su familia. Se come besugo, cordero, cochinillo, pavo, pularda, marisco... cualquier cosa que se considere especial o extraordinaria. Cada región tiene sus dulces propios: panettone, turrón, Christmas PuddingHexenhäuserl. La mesa se viste de gala: reaparecen las vajillas heredadas, las cuberterías de plata y las servilletas de hilo. Unos prefieren cenar en Nochebuena, otros comer en Navidad. Los de aquí reciben los regalos el 24, los de allá el 25, unos salen en Nochevieja, otros esperan a los Reyes, otros a las Posadas. Hay incluso quien es devoto de los Santos Inocentes, cuando cualquier broma está permitida. Las fiestas se suceden envueltas en los colores eternos, verde, rojo y oro, los mismos de los Saturnales.
Pero algunos están solos, han perdido a los suyos, no pueden comprar regalos ni comida o solo huyen de las masas. Esos, que pueden encontrase en la mayor de las soledades envueltos en la multitud, pueden también celebrar su Navidad más hermosa, inmersos en sí mismos, haciendo con su tiempo lo que quieran. Pero la magia no se perderá nunca. Aunque no haya regalos, dinero o compañía hace falta muy poco para hacer de un simple día un día especial. Porque, como decía una niña flacucha en Tanzania al ser entrevistada por la prensa: "Mi madre nos pone ropa bonita y nos hace una comida muy buena. La Navidad me gusta mucho."

viernes, 6 de diciembre de 2013

Tiempo de Navidad

Adoración del Niño. Gerrit van Honthorst (1590-1656)
Hace unos dos mil años, en Belén de Judea, nació un niño. Judea era una provincia romana al este del Mediterráneo, habitada por judíos que creían en un solo Dios, Yahveh, y seguían la tradición de la Biblia, las leyes de Moisés y los dictados de los rabinos. El Imperio Romano era un pueblo politeísta, adorador de imágenes, que realizaba sacrificios para leer el futuro en las entrañas de los animales y no se tomaba a los dioses demasiado en serio. Aún así, desde los tiempos de los etruscos sentían una especial predilección por Saturno, el dios del Tiempo que todo concluye. A finales de año, cuando se acercaba el solsticio de invierno y el sol se hacía cada vez más débil, en esos días minúsculos en los que el brillo del astro rey apenas acariciaba unas horas la faz de la tierra para ser pronto vencido por la noche, Roma se sumergía en la Saturnalia.
Eran unas fiestas que comenzaban con sacrificios de animales en el templo de Saturno. Terminado el ritual y al grito de Io Saturnalia! (¡Viva la Saturnalia!) los romanos celebraban un gran banquete público antes de lanzarse a las calles para vivir esas fechas como si fueran los últimos días de sus vidas. En ese tiempo de tinieblas Roma brillaba. Los romanos decoraban los árboles de hoja perenne con velas encendidas para mantener en ellos la luz eterna y las casas se llenaban de plantas. Intercambiaban regalos, figuritas de terracota, frutos secos (proteínas que resistían a las sombras) o velas para combatir la oscuridad.
Saturno, dios del Tiempo y de la Cosecha
La Saturnalia representaba la igualdad de los hombres, era el momento en que cualquier cosa se hacía posible. Los romanos confraternizaban y las costumbres se relajaban. Los amos perdían su poder y los esclavos eran libres. Tribunales y escuelas cerraban, no estaba permitida la guerra ni la ejecución de criminales ni ejercer otro arte que el de la cocina. Bebían los mejores vinos y comían los más deliciosos manjares, se volvían generosos y alegres. Pero no a todos gustaban aquellas fiestas. Hay referencias de escritores latinos que huían de los excesos y del ruido de los Saturnales para esconderse en la tranquilidad de sus villas de campo. Muchos, simplemente, querían paz.
Las celebraciones alcanzaban su punto álgido el 25 de december, el décimo mes del calendario juliano. En ese momento los romanos sabían que aunque el sol era pequeño y su luz débil, el astro permanecería firme en el horizonte haciéndose fuerte hasta triunfar sobre la oscuridad y, pasada la primera semana del nuevo año, poco a poco intensificaría su brillo para reinar de nuevo en el azul del cielo. Entonces y sólo entonces concluirían las fiestas al grito de Sol Invictus! (Sol invencible), un grito triunfal, porque la Saturnalia era la fiesta del triunfo.
El niño nacido en Belén, Yeshúa, era un judío de la estirpe de David que creció y se convirtió en un orador poderoso y en un ser excepcional. No dejó testimonios escritos, pero la potencia de sus hechos y la fuerza de su palabra marcaron para siempre la vida de los que le conocieron. Su legado y sus obras fueron demasiado innovadores, demasiado trascendentales e impactantes para caer en el olvido. Yeshúa  había actuado siguiendo los dictados de su corazón y no los de la ley y había muerto perdonando a los que le habían crucificado y clavado en cuatro palos frente a una conmovida multitud. Aquella muerte injusta, pública, aquella inmolación propia sirvió de ejemplo para que muchos de los suyos sufrieran una profunda transformación espiritual. Los rabinos también cometían injusticias. El ejemplo de Yeshúa dio a sus seguidores la fuerza necesaria para enfrentarse al poder con la fe y no con la espada, con sacrificio y no con violencia, con valentía y sin temor.
En aquel mismo siglo I, tras el suicidio colectivo de miles de judíos en la fortaleza de Masada, los romanos triunfaron sobre Judea y sus habitantes se desperdigaron por Europa llevando consigo la tradición monoteísta de un solo Dios. Para los que seguían practicando la ley rabínica, Yeshúa había sido uno de los profetas; igual que Moisés, Abraham o Jacob. Pero para los mesiánicos, Iesú (latinización de Yeshuá) no era otro que el Xristos (en griego, el Mesías), el redentor anunciado por las Escrituras. 
Durante los años siguientes los doce apóstoles de Jesús divulgaron su palabra y obra por el Imperio Romano. De Oriente a Occidente proliferaron los textos sobre su vida y milagros. Se escribieron evangelios apócrifos en muchas lenguas, libros no reconocidos que hablaban de su nacimiento, su infancia y su familia. Sus fieles eran perseguidos, martirizados y torturados. Pero ellos seguían el ejemplo del maestro y se enfrentaban a la muerte con cánticos en los labios y fe en el corazón. Las historias de aquellos mártires, muertos en nombre de Cristo, sirvieron para acrecentar el poder de la nueva religión.
Crismón, monograma de Cristo en una villa romana. S. IV aC.
La iglesia se fortaleció. Los mártires y los santos cada vez eran más y los adeptos crecían. Pero el cristianismo necesitaba teóricos que sentaran las bases de la nueva religión, teólogos que la defendieran ante las demás religiones con razonamientos sólidos y no con mitos. Un pensamiento único que les mantuviera unidos en una misma fe.   
Los primeros teóricos de la Iglesia fueron judíos helenizados que creían en un solo Dios y ayunaban en sábado. Leían a filósofos griegos, a Platón y a Aristóteles, pero también defendían una iglesia sustentada en las leyes de Moisés, la teología hebrea y el derecho romano.
Entre los propios cristianos empezaron a surgir diferencias de criterio. Si Jesús era Xristos, el Mesías, ¿significaba eso que había que adorarlo, que venerarlo igual que a Dios? ¿Es que era, acaso, Dios? ¿El Dios todopoderoso y omnipotente? ¿Por qué había muerto en la cruz, entonces, si todo lo podía? Los fieles comenzaban a hacerse preguntas y Cristo no estaba allí para responderlas. Unos, los arrianos, seguidores de Arrio, mantenían que Jesús era hijo de Dios, pero no Dios mismo. Otros, los católicos, que Dios era una Trinidad, un poder completo y absoluto constituido en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Trescientos años después de aquella crucifixión, en el siglo IV, no quedaban testigos directos de la vida del maestro pero los cristianos se sumaban por decenas de miles. Eran gente sencilla que no se preocupaba por la teología y estaba lejos de las exégesis y las discusiones teológicas en las que se enzarzaban los padres de la Iglesia. Ellos vivían en el perdón, la buena voluntad y la propia fe. Los había romanos ricos y también en el ejército (en Roma el servicio militar era obligatorio y duraba veinte años). Pero los legionarios cristianos no tenían grandes deseos de defender el poder político del Imperio, no eran soldados de Roma. Eran guerreros de Dios.
En aquella época Roma estaba ya muy debilitada por las invasiones bárbaras y las propias divisiones internas.  El poder de facto lo tenía el ejército, eran los militares quienes proclamaban y destituían a los emperadores. Nada quedaba de los tiempos de la República, cuando el Senado controlaba la política. Ahora gobernaba una tetrarquía de dos Césares y dos Augustos ungidos por las legiones. Tras muchos enfrentamientos y muertes los pretendientes a un poder único quedaron reducidos a dos: Majencio y Constantino, dos ejércitos que se enfrentaron frente al puente Milvio en una batalla que no sólo sentenciaría la división del Imperio Romano, sino también el destino de Europa y de la historia.
Constantino ganó la guerra, dicen, porque la mayor parte de sus legiones llevaba en su escudo el Crismón, el monograma Cristo, la Ji (X griega) y la Ro (erre griega). Agradecido, en febrero del año 313, el nuevo emperador promulgó la libertad de culto en Imperio y proclamó que los cristianos podían practicar libremente su propia fe. El emperador cesó la persecución y donó las propiedades confiscadas a la Iglesia de Cristo. Fue el primer triunfo político del cristianismo.
Ambrosio y Teodosio. Van Dyck, 1619
Pero las divisiones entre arrianos y católicos eran cada vez más evidentes y la grieta que los separaba hacía imposible un gobierno común. Era necesario unificar criterios y gobernar al ejército  con una sola voz. Uno de los personajes clave para sellar aquella primera fractura sería Ambrosio de Milán (337-397), San Ambrosio, una de las figuras más interesantes e influyentes de la historia de la humanidad.
Nacido en Tréveris, era hijo del prefecto de la Galia. Se educó en Roma con sus dos hermanos, Marcelina y Sátiro. Allí aprendió griego, llegó a ser buen poeta y orador y estudió derecho. En el ejercicio de su carrera defendió en varias ocasiones a Anicio Probo, prefecto pretorial de Italia, quien, admirado por sus dotes, le propuso para gobernador de Liguria, con sede en Milán. Allí Ambrosio se hizo famoso gracias a su oratoria incendiaria y a sus dotes para la retórica. Pronto se convirtió en un líder de masas. 
Cuando murió Auxencio, el  obispo arriano de la diócesis milanesa, Ambrosio acudió a la iglesia en la que se iba a elegir al sustituto y habló a los presentes. Sus palabras convencían. Alguien gritó: "¡Ambrosio obispo!", y aquel bramido fue secundado por una enfervorizada multitud. Los fieles lo querían con mitra. Él se negaba a aceptar: sabía que no podía optar al cargo, era un prefecto romano no bautizado. Pero insistían. Los obispos presentes ratificaron su nombramiento y  el emperador Valentiniano mandó al vicario de la provincia que le ungiera con las aguas. Tenía treinta y cinco años.
A partir de entonces Ambrosio se consagró a sentar las bases de la doctrina católica. Fue él quien, instado por el ejemplo de su hermana Marcelina, virgen vestal, promovió el celibato y la virginidad entre los sacerdotes de Cristo. Fue él quien impulsó las leyes contra la homosexualidad y la veneración a la Virgen María y quien atrajo a los fieles a la misa con la belleza de los cantos y los ritos. Fue él quien escribió los primeros villancicos y el primer Te Deum y quien instauró el culto a las imágenes, a los santos y a las reliquias. 
Con la muerte de Valentiniano el poder de Roma Oriental y Roma Occidental volvió a unirse bajo los auspicios de Teodosio, hasta entonces emperador de Oriente. Al principio, Teodosio centró sus esfuerzos en combatir las invasiones de los godos, pero pronto supo que no podía defender un imperio frente a un ataque extranjero si continuaba enfrentado al pueblo, al ejército y a los obispos de su fe.
El detonador saltó en el 390, año en que se aprobaron las primeras leyes contra la homosexualidad. Boterico, el  magister millitum (jefe de los ejércitos) de Tesalónica mandó detener a un conocido auriga bajo la acusación de haberse insinuado a un oficial romano. Los aurigas eran ídolos de masas, deportistas famosos que guiaban las cuadrigas, los carros tirados por cuatro caballos que competían en el circo. Cuando el pueblo se enteró del arresto de su ídolo salió a la calle exigiendo su liberación y mató al militar.
Teodosio estalló en cólera. Ordenó que todos los cómplices de aquel asesinato sufrieran el mismo castigo y ejecutó su venganza con una crueldad desproporcionada. Esperó a que los tesalonicenses estuvieran reunidos en el circo aclamando al auriga liberado y ordenó al ejército que cerrara las puertas. Los legionarios pasaron por el filo de su espada a los espectadores y las gradas se convirtieron en un baño de sangre. Fue una masacre en la que cayeron entre siete y quince mil personas.
La noticia de la matanza llegó a Milán casi de inmediato y Ambrosio aprovechó la ocasión para mostrar la fuerza de los cristianos. Excomulgó a Teodosio y le impidió entrar en la catedral. "Deteneos, emperador", dicen que dijo, "¿Cómo osáis pisar este santuario? ¿Cómo podríais tocar con vuestras manos el cuerpo de Cristo? ¿Cómo podríais acercar a vuestros labios su sangre, cuando por una palabra proferida en un momento de ira habéis hecho perder la vida a tantos inocentes?" 
Teodosio se negó a pedir perdón públicamente. No podía mostrar debilidad y humillarse ante el pueblo. Pero el pueblo, a su vez, se negaba a reconocerlo si no lo hacía. La tensión se prolongó durante ocho interminables meses. Por fin, el 25 de december de 390, en plenos Saturnales, Teodosio se presentó ante el obispo y pidió perdón como un pecador más.
El obispo había vencido. Era un triunfo digno de celebración. Casi inmediatamente después se dictó el edicto de Tesalónica, por el cual  todas las religiones ajenas al concilio de Nicea, es decir al catolicismo, serían perseguidas y quienes no siguieran sus dogmas serían juzgados "dementes y locos sobre los que pesará la infamia de la herejía. Sus lugares de reunión no recibirán el nombre de iglesias y serán objeto, primero de la venganza divina y después castigados por nuestra propia iniciativa que adoptaremos siguiendo la voluntad celestial." Los templos paganos fueron clausurados, muchos textos fueron quemados, se persiguió a los infieles y se instauró definitivamente la nueva fe.
¿Y la Saturnalia? Eran unas fechas dedicadas a la luz y al Tiempo, una celebración que conmemoraban todos, paganos y cristianos. Los cristianos hacía décadas que las dedicaban a Cristo y no a Saturno, se sumaban a ellas alegremente para alejarse de los ritos judíos y alegrarse por la venida del que era la luz del mundo y había iniciado una Nueva Era. Eran fiestas de triunfo y no había mayor triunfo que el misterio del nacimiento de Jesús, un misterio que debía ser celebrado con cánticos y luces. La Iglesia fijó el 25 de december y consagró esa fecha a conmemorar la Natividad del hijo de Dios. 
Se estableció un calendario navideño que comenzaría en el Adviento, 40 días antes de Nochebuena (porque el Niño nació de noche) y se prolongaría hasta el 6 del primer mes. Se mantendrían las luces y los regalos, habría banquetes y velas. El 28, con motivo de  los Santos Inocentes, los más pequeños podrían gastar bromas a los mayores. El 31 celebrarían el inicio de un nuevo año juliano. Y una semana después, los niños recibirían regalos, dones similares a las ofrendas que los tres reyes de oriente llevaron al pesebre del lejano Belén. Cerrarían las escuelas y los tribunales y dedicarían aquellas fechas a los cánticos y a las representaciones, serían unas semanas de descanso y de perdón, un paréntesis en la guerra de la vida que los cristianos dedicarían a vivir en paz.