viernes, 20 de septiembre de 2013

La etiqueta del Rey Sol



El Petit couvert, preparado en el Salón Mercurio del palacio de Versalles

La nobleza de Francia odiaba Versalles. Aquel villorrio estaba de lejos de París, de los teatros, de las tiendas y del bullicio, pero Luis XIV quería tenerlos cerca porque conocía sus intrigas. Durante la regencia de su madre, Ana de Austria, algunos príncipes y nobles habían promovido la sublevación de La Fronda, organizada por ellos, los presuntos leales defensores de la monarquía. Decidido a acabar con las conspiraciones, pocos años después de llegar al poder, el Rey Sol abandonó el palacio del Louvre y obligó a los aristócratas a dejar sus hoteles y palacetes, a recoger unas pocas cosas y a instalarse con él en un diminuto y pantanoso pueblo de la Isla de Francia.
La enorme delegación, formada por veinte mil personas, llegó a Versalles en 1682. Allí había ya nueve mil soldados acuartelados, más un ejército de obreros y albañiles que aún trabajaban en las obras del edificio y los jardines. El monarca fijó sus dependencias en el primer piso, donde se reservó un apartamento de siete habitaciones decoradas cada una con motivos dedicados a Hércules, Venus, Abundancia, Diana, Marte, Mercurio y Apolo. También destinó apartamentos a los nobles más importantes. El resto se hizo sus residencias y hotelitos en los terrenos cercanos. 
Luis XIV, el Rey Sol

En la corte de Versalles todos habrían de seguir unas normas de comportamiento fijadas por escrito en un documento, en una etiqueta que no debería romperse jamás. El brillante ministro de finanzas de Luis XIV, Jean Baptiste Colbert, creó también un impuesto para aquellos que quisieran disfrutar de la cercanía del monarca, un honor cuyo precio aumentaba en proporción a la importancia del puesto. El de mayordomo principal costaba 1.500.000 francos, el de maestro de cocina, sólo 8.000. 
Con este estricto protocolo, que ningún cortesano, ni siquiera los miembros de la familia real, podían saltarse, el Rey Sol quería inspirar respeto y convertir a los cortesanos en espectadores de su propia grandeza. En su presencia, nadie, nunca, podría estar por encima de él: ni sentarse en un sillón mejor que el suyo, ni usar objetos más lujosos, ni vestirse con más elegancia. Si él estaba en una butaca de brazos, los nobles lo harían en una silla; si él utilizaba un candelabro, los demás usarían un candelero; si él llevaba ropa bordada en oro, el resto no podría aspirar más que a adornar sus casacas con hilo de plata. Todo, absolutamente todo, estaba sometido a las reglas de la etiqueta. Hasta la manera de llamar a la puerta del apartamento real había de hacerse rascando con la uña, no golpeando con los nudillos. Muchos terminaron con las yemas de los dedos en carne viva. 
Los historiadores han calculado que a lo largo de sus 77 años de vida el Rey Sol no debió pasar sin compañía más allá de diez minutos. Su jornada comenzaba al despertar, en el denominado petit lever. A las ocho en punto, cuando el ayudante de cámara (que había dormido al pie de su lecho), susurraba: "Sire, es la hora", el monarca abría los ojos. Entraban en su cuarto el primer médico y el primer cirujano, que comprobaban su estado de salud, seguidos de los miembros de la familia real. Poco a poco se sumaban más dignatarios, un mínimo de 22 personas, cada uno con una función encomendada. El primer gentilhombre de cámara descorría el dosel y ofrecía al rey unas gotas de alcohol para las manos, el gran chambelán le presentaba la pila de agua bendita y un libro de oraciones. Todos le acompañaban en sus rezos con la vista puesta en el suelo. 
Cuando el rey se levantaba del lecho y se sentaba en una silla aparecían el barbero y el peluquero, a los que seguían más cortesanos que le ayudaban a vestirse: un valet sujetaba la manga derecha, otro, la izquierda; el chambelán retiraba el gorro de dormir, el de más allá le traía la peluca. 
Salón Mercurio, en Versalles

El Rey Sol pasaba a un salón adyacente para tomar el desayuno, dos tazas de tisana previamente probadas por un catador. Ya vestido y acicalado, después de desayunar, atravesaba las grandes estancias custodiado por cuatro guardias y un capitán que iba recogiendo los "plácets" (peticiones escritas) de los nobles. Los de mayor rango le acompañaban a la capilla, donde, a las diez de la mañana, tenía lugar la misa. Él y su familia se situaban en la tribuna frente al altar,  las damas de la Corte, en las laterales. 
El ceremonial de la mesa era aún más complejo. Su almuerzo, Le dîner au Petit Couvert, tenía lugar a la una de la tarde en su estancia privada, el salón Mercurio, una vez concluido el consejo de ministros. Se desarrollaba en cinco partes: sopas, entradas, asados, entremeses y frutas, y cada servicio (excepto la fruta) incluía entre dos y ocho platos. 
Llegada la hora, el ujier golpeaba con su bastón la puerta de los guardias reales reclamando en voz alta: "¡Caballeros, cubierto para el rey!". A esa señal los oficiales de la guardia tomaban cada uno una pieza de plata y avanzaban en procesión hasta la cámara real. Depositaban su carga sobre el aparador y dejaban que otros dignatarios se ocuparan de poner la mesa. El chambelán cortaba el pan e inspeccionaba la vajilla. Una vez comprobado que todo estaba en orden, el mozo principal anunciaba de nuevo: "¡Caballeros, carne para el rey!" y nuevos cortesanos marchaban a la habitación contigua para examinar los manjares ya preparados. El chambelán los disponía en correcto orden, tomaba dos rebanadas de pan, las empapaba ligeramente en la salsa, probaba una y ofrecía la otra al mayordomo. Se formaba de nuevo una procesión custodiada por la guardia real, encabezada por el ujier principal, al que seguían el chambelán, el mayordomo, los valets y demás servidumbre, llevando cada uno un plato.  
Cuando los alimentos llegaban a la estancia real, se anunciaba al rey que el almuerzo estaba listo. El servicio era tarea de los chambelanes: uno cortaba la carne, otro la servía, un tercero la ofrecía. El capellán bendecía la mesa y el veedor destapaba las soperas. Si el rey deseaba beber, el copero de la corte exclamaba: “¡Bebida para el rey!” y un asignado doblaba la rodilla frente a Su Majestad, se dirigía a la alacena y recibía del bodeguero de la corte una bandeja con dos jarros de cristal, uno con agua, otro con vino. Con una nueva genuflexión, entregaba la bandeja al encargado de servirlo. Éste mezclaba un poco de vino y agua en su propio vaso, probaba el líquido y lo devolvía al copero. Las copas no estaban en la mesa, sino en bandejas de plata que se presentaban con ceremonia al soberano. El rey tomaba una y bebía.
Los platos se mostraban al rey antes de colocarlos en la mesa, donde se disponían siguiendo un dibujo rígido, simétrico y repetido, en forma de rombo, cuadrado o  círculo, con los más grandes en el centro y los más pequeños en los extremos. Luis XIV se distinguía de los demás hasta en la forma de comer, rechazando el uso de los cubiertos en favor de usar sus reales manos. A la hora de cenar el ritual era parecido, aunque tenía lugar en las dependencias de la reina, donde el rey cenaba con su familia.
Palacio de Versalles
Hasta su muerte, la etiqueta de Versalles fue implacable, reglada y regulada hasta el punto que los cortesanos pagaban por tener el honor de limpiar las regias posaderas. Sólo tres veces por semana, lunes, miércoles y jueves, el monarca permitió que algunos cortesanos pasaran a las estancias reales para departir con ellos, jugar a las cartas o al billar. El resto del tiempo cada gesto y cada movimiento estuvo controlado por unas órdenes que nadie se atrevió a romper. Seguro de sí mismo y de su poder, Luis XIV consiguió mantener bajo su puño de hierro cualquier intento de rebelión o complot. Porque, tal y como recuerda Madame de Montespan en sus cartas, el propio Rey Sol predijo: "El día que la gente abandone este respeto y veneración que es el soporte y sostén de la monarquía, el día en que nos consideren sus iguales, la institución se destruirá".