jueves, 28 de noviembre de 2013

El día de Acción de Gracias

La primera Acción de Gracias.  Jeannie Brownscombe (1914)
El Mayflower era un velero de tres palos y unos 100 pies de eslora que en verano de 1620 partió de Inglaterra con un pasaje de peregrinos ingleses que huían de las persecuciones religiosas de la Europa del siglo XVII. Viajaban con el apoyo de la Company of Merchant Adventurers (Compañía de Comerciantes Aventureros) para establecerse en América del Norte y colonizar allí una parte del territorio, empezar una nueva existencia y vivir como protestantes libres, lejos de las imposiciones de la Iglesia anglicana y del Rey Jacobo.
El barco hizo escala en Leiden, en Holanda, para reunirse con otro navío, el Speedwell, que llevaba un pasaje similar. Sería un viaje tranquilo, dijeron, y bastante seguro gracias a las mareas y a los suaves vientos de julio y agosto. Los dos barcos podrían prestarse ayuda en caso necesario. Pero el Speedwell dio problemas desde el principio. Primero fue una vía que hubo que reparar cuando todavía navegaban cerca de las costas británicas. Después, ya en el Atlántico, el casco volvió a hacer agua y tuvieron que dar la vuelta.
A principios de septiembre los dos barcos continuaban en Cornualles. Se acercaba el invierno y con él, las tormentas y el peligro. El cielo amenazaba con la sombra del fracaso. A regañadientes, los 65 pasajeros del Mayflower aceptaron hacer sitio a los 37 del Speedwell y así, un total de 102 peregrinos y más de una treintena de tripulantes, cargados con provisiones, alimentos, animales, herramientas y armas, abandonaron Plymouth, en el finis terrae de las Islas Británicas y pusieron rumbo a Nueva Inglaterra empujados por una brisa próspera.
Travesía del Mayflower
A lo largo de los dos meses siguientes, la frágil y atiborrada cáscara de nuez vivió su particular gesta contra las fuerzas de la naturaleza. Fue un viaje duro, agitado por los vientos, la lluvia y las olas. Soportaron frío, mareos y enfermedades hacinados en camastros, compartiendo espacio con los animales y sufriendo hambre y sed. Se alimentaron de carne en salazón, pescado y pan duro. Navegaron durante jornadas completas sin velas, a merced del viento y del mar. Llegaron a pensar que todo estaba perdido cuando la fuerza de una ola quebró la viga de la nave principal, pero había entre ellos artesanos diestros, carpinteros y herreros que la mantuvieron firme usando un elevador de acero que llevaban consigo para las construcciones en el nuevo mundo.
Llegaron a Nueva Inglaterra a principios de noviembre. Se detuvieron a recoger agua y provisiones e intentaron llegar a la desembocadura del Hudson, (donde hoy se alza Nueva York), pero el mal tiempo lo impidió. El viento y las mareas los desviaban de la tierra prometida. Cambiaron el rumbo y, costeando, consiguieron rodear el Cabo Cod y desembarcar por fin en un lugar casi virgen, primitivo, poblado por unas pocas tribus indias que luchaban con cuchillos y flechas por su tierra y la de sus antepasados. Pero los peregrinos no eran hombres de guerra; no eran mercenarios, soldados, convictos, esclavistas o cazadores como la mayoría de los europeos llegados a esa parte del planeta. Eran hombres de paz. Aún así sabían que en el nuevo mundo deberían pelear con todas sus fuerzas y que sería una lucha desigual, pólvora contra hierro, ingeniería contra artesanía, músculo contra cerebro. Cuando meses después el Mayflower puso rumbo de regreso a Londres, los colonos de Plymouth eran conscientes de que la suerte estaba echada. Y ya no hubo vuelta atrás.
El panorama que encontraron no era el paraíso bucólico que todos habían soñado. A lo largo de los meses siguientes tuvieron que enfrentarse a bestias desconocidas, trampas naturales y a sobrevivir en condiciones nuevas. Buscaron ríos, construyeron refugios y comenzaron a distinguir lo comestible de lo venenoso. Pero los ataques de los indios eran constantes y el frío arreciaba. Los dos muertos de la travesía no fueron nada comparados con los 46 que perdieron la vida aquel primer invierno. Puede que todos ellos hubieran perecido de no ser por la inestimable ayuda de Squanto.
Era un indio patuxet que había sido capturado y vendido como esclavo unos cuantos años antes. Educado en España por unos frailes cristianos, vivió también en Inglaterra y, gracias a sus conocimientos de inglés y español, a su versatilidad y a su capacidad de adaptación consiguió regresar a América. Pero al llegar a su pueblo sufrió una profunda conmoción. Todo había desaparecido diezmado por la pólvora, el fuego y las epidemias, los suyos habían sido vendidos como esclavos o simplemente aniquilados. Squanto pidió asilo al jefe Massasoit, de la tribu de los wampanoag, y se instaló a vivir entre ellos.
Thomas Dermer, de la New England Company, lo consideraba un elemento fundamental para hacer de intermediario entre los indios y los europeos, una herramienta imprescindible que serviría de nexo entre las dos civilizaciones. Durante aquellos primeros meses la vida de los colonos en Massachusetts estuvo en gran medida en manos de Squanto. Él les enseñó a cultivar maíz, desconocido en Europa, y a dar los primeros pasos en un terreno inhóspito. Con él, los padres peregrinos descubrieron ríos y arroyos de agua clara en los que nadaban peces gordos y sabrosos, prados donde cazar gamos y venados. Él les mostró cómo sacar todo el provecho a la calabaza y a cocinar nuevas especies como el pavo, un ave salvaje que agitaba sobre el pico una desagradable baba y avanzaba a trompicones emitiendo un curioso glugluglú. Era  difícil de desplumar, pero una vez asado, con tiempo y paciencia, daba una carne abundante y seca, blanca y dura que, mezclada con salsa de arándanos o de calabaza se convertía en bocado de rey.    
Los Padres Peregrinos desembarcando en Nueva Inglaterra
Aquellos fueron tiempos difíciles. A veces los peregrinos ayunaban pidiendo lluvia. Otras, rogaban para que llegara un cargamento de Europa con semillas, armas, herramientas o animales. Luego, que no murieran a manos de los indios. Después, que sanara un familiar. Un día de otoño los colonos vieron que tenían grano en sus despensas y fuego en sus hogares y que habían superado situaciones difíciles y seguían vivos, con recursos suficientes para enfrentarse a un nuevo invierno. Aquellas tierras eran generosas, daban su fruto y ellos debían responder y agradecer a Dios los dones del cielo con una fiesta, un banquete que compartirían con los indios que les habían ayudado a sobrevivir.
En aquella primera Acción de Gracias de la colonia de Plymouth 53 peregrinos y 90 indios wampanoag compartieron durante tres días un menú de maiz, venado, caza, legumbres y aves salvajes cocinado por cuatro mujeres y dos niñas. Hicieron carreras, jugaron en las praderas y compitieron con el arco y las flechas. Los hombres de Massasoit cazaron cinco ciervos que ofrecieron a los ingleses.
La idea de hacer una fiesta de la cosecha se expandió por Norteamérica a lo largo de ese siglo. En las ciudades del valle de Connecticut hay registros que datan de 1639, 1644 y 1649. Era una celebración que compartían todos, sin excepciones étnicas o religiosas. No había alimentos prohibidos o rituales complicados. Era una comida de confraternización, una acción de agradecimiento divino para recordar los primeros pasos de los colonos en América. Pero aquella tradición no era nueva. Todas las civilizaciones han detenido alguna vez el tiempo para dar gracias a los dioses por haber respondido a sus plegarias.
A lo largo de la época colonial (e incluso tras la Independencia) el Día de Acción de Gracias se celebró sin fecha fija en los estados del Norte. Una vez al año, durante el otoño, las familias se reunían a comer y conmemorar la gesta de aquellos pioneros que ayudaron a crear el país. Pero la celebración no tenía un día establecido, cada pueblo y cada ciudad seguía su propio calendario. En 1863, durante la Guerra de Secesión, Abraham Lincoln lo declaró fiesta nacional y lo fijó en el último jueves de noviembre. La medida todavía tardó diez años en arraigar en los estados del Sur. Allí no aceptaban de buena gana una costumbre impuesta por los vencedores yankees.
Un menú típico de Acción de Gracias
A principios del siglo XX ya era la celebración más importante de la nación estadounidense. Familias judías y cristianas, árabes y chinas se sentaban alrededor de una mesa decorada con frutos  y cuernos de la abundancia para comer pastel de calabaza y pavo con salsa de arándanos y dar gracias a Dios por estar vivos y continuar en un país que todos habían construido con su esfuerzo. Muchos aprovechaban la fiesta para trasladarse de un extremo a otro de la nación y pasar unos días con la familia.
Pero a veces el mes de noviembre tenía cinco jueves. En los años treinta, durante la Gran Depresión, el día de Acción de Gracias se acercó demasiado a las Navidades. Eran muchos gastos seguidos, un desembolso difícil de asumir para una población empobrecida. El presidente Roosevelt la fijó definitivamente en el cuarto jueves de noviembre (en lugar del último), fecha en la que desde entonces todos los americanos evocan el viaje de los padres peregrinos y recuerdan que pocas, muy pocas cosas hay más estimulantes para la potencia de un ser humano... que superar un impedimento.