viernes, 11 de enero de 2013

La mesa en la Antigüedad


Suele decirse que la base de Occidente es filosofía griega y derecho romano. Esta frase es sólo un ejemplo de los infinitos usos y costumbres que estas dos grandes civilizaciones han aportado a la Historia, y la práctica de comer en grupo no constituye una excepción. 
Fueron los antiguos griegos quienes, por primera vez, convirtieron el simple acto de alimentarse en un acontecimiento  social. Fueron ellos los que, bajo el nombre de "simposio",  -que, literalmente, significa "reunión para beber"-, organizaron unas largas cenas en las que, animados por los efectos del vino, hablaron de política, recitaron poemas, comentaron la filosofía o el arte o planearon el futuro. Fueron las suyas tertulias intelectuales, o también fiestas para premiar a un atleta o a un artista, o reuniones para celebrar un viaje o un regreso. Encuentros exclusivamente masculinos en los que la entrada a las mujeres estaba vedada porque éstas apenas tenían lugar en su esquema social, citas en las que se daba la bienvenida a la erudición. Los simposios llegaron a ser tan famosos, habituales y enriquecedores que dieron lugar a un género literario propio.
Los griegos no comían sentados, sino reclinados en unos divanes en los que cabían hasta tres comensales. Se cubrían la cabeza con coronas de hojas, como homenaje a Dionisio y, antes de comer, pasaban entre los asistentes una copa de libaciones. Cerca de ellos disponían pequeñas mesas portátiles con las bandejas de frutos secos, legumbres tostadas, aceitunas y todo tipo de aperitivos. El alimento principal era más consistente, carne o pescado y, aunque se sabe que conocían el tenedor y la cuchara y que se limpiaban con miga de pan en lugar de servilleta, apenas utilizaban cubiertos. 
La sobremesa podía prolongarse durante toda la noche amenizada por el vino; con discursos, poemas, actuaciones o danzas al son de la música de flauta o de lira. Entre los divanes los perros recogían las migajas y sobras que caían de la mesa del amo y facilitaban con su hambre el trabajo de limpieza de los esclavos. 
Los romanos adoptaron de los griegos la costumbre del simposio, pero convirtieron aquel acto intelectual y político en un signo de ostentación social. Lo denominaron “convivium” (“compartir”, de donde deriva la palabra “convite”) y dieron de lado la conversación brillante o la disertación filosófica en favor de la satisfacción física. Al igual que los griegos, los romanos comían reclinados en divanes o “triclinia”, pero rodeados de mujeres y de una multitud de esclavos: los "nomenclator", que nombraban, limpiaban y acomodaban a los huéspedes; los "ministrator", para servir la comida y atender a las llamadas, y los "acyatho" o escanciadores, elegidos entre los jóvenes más bellos, no sólo para servir la bebida sino también para cubrir otros instintos igual de básicos. Los romanos dieron el protagonismo a la comida y se lo quitaron  al vino que, tomado en exceso, podía llevar a la inconsciencia: “Prima cratera ad sitim pertinet, secunda ad hilaritatem, tertia ad voluptatem, quarta ad insaniam” (La primera copa, para la sed; la segunda, para la alegría; la tercera, para el placer; la cuarta para la locura). 
Acompañados de músicos, bailarines o recitadores, la avidez de los romanos por la comida no tuvo límite. La cantidad, variedad y exquisitez de los alimentos definían la posición económica del anfitrión y nadie conocía los problemas derivados de la dieta. En un mundo con una esperanza media de vida de veintiocho años, cualquier exceso fue posible. A las correspondientes libaciones les seguía una pantagruélica cena con al menos siete platos que podía incluir liebres, ovejas, buey, venado, cerdo, jabalíes, ensaladas, salchichas, champiñones, aceitunas, ostras, pescados, aves, frutos o pasas dispuestos con mimo y precisión. Si los invitados se saciaban antes de acabar, las villas y domi disponían de un vomitorium donde hacer más hueco en el estómago. Tanto se comía en aquellas cenas infinitas, que Séneca escribió que los romanos “comían para vomitar y vomitaban para comer”. Tanto gastaban los patricios romanos en sus convites que Plinio aseguró que los recursos del Imperio se perdían entre la lujuria y la gula. Tal fue el ansia de deslumbrar de Heliogábalo que llegó a esconder pepitas de oro, perlas y piedras preciosas entre los manjares. 
Pero antes de convertirse en vicio, el convite romano alcanzó la categoría de arte. Fueron ellos quienes multiplicaron las formas y usos relacionados con el acto de comer, quienes fundieron nuevas copas y cálices en oro y plata, crearon nuevas tipologías para fuentes, bandejas y cubiertos e inventaron el vidrio soplado, dándole centenares de usos y funciones y alcanzando con él unas cotas artísticas insuperables. Ellos marcaron un protocolo y unos modales para alimentarse en grupo y escribieron "De Re coquinaria", el primer libro de cocina. Con la decadencia del  Imperio Romano, Europa se hundió en las tinieblas y la ignorancia, un submundo del que tardaría diez siglos en salir. Pero salió.

Vaso de vidrio soplado. Roma, siglo I d.C.
Navaja romana