viernes, 6 de diciembre de 2013

Tiempo de Navidad

Adoración del Niño. Gerrit van Honthorst (1590-1656)
Hace unos dos mil años, en Belén de Judea, nació un niño. Judea era una provincia romana al este del Mediterráneo, habitada por judíos que creían en un solo Dios, Yahveh, y seguían la tradición de la Biblia, las leyes de Moisés y los dictados de los rabinos. El Imperio Romano era un pueblo politeísta, adorador de imágenes, que realizaba sacrificios para leer el futuro en las entrañas de los animales y no se tomaba a los dioses demasiado en serio. Aún así, desde los tiempos de los etruscos sentían una especial predilección por Saturno, el dios del Tiempo que todo concluye. A finales de año, cuando se acercaba el solsticio de invierno y el sol se hacía cada vez más débil, en esos días minúsculos en los que el brillo del astro rey apenas acariciaba unas horas la faz de la tierra para ser pronto vencido por la noche, Roma se sumergía en la Saturnalia.
Eran unas fiestas que comenzaban con sacrificios de animales en el templo de Saturno. Terminado el ritual y al grito de Io Saturnalia! (¡Viva la Saturnalia!) los romanos celebraban un gran banquete público antes de lanzarse a las calles para vivir esas fechas como si fueran los últimos días de sus vidas. En ese tiempo de tinieblas Roma brillaba. Los romanos decoraban los árboles de hoja perenne con velas encendidas para mantener en ellos la luz eterna y las casas se llenaban de plantas. Intercambiaban regalos, figuritas de terracota, frutos secos (proteínas que resistían a las sombras) o velas para combatir la oscuridad.
Saturno, dios del Tiempo y de la Cosecha
La Saturnalia representaba la igualdad de los hombres, era el momento en que cualquier cosa se hacía posible. Los romanos confraternizaban y las costumbres se relajaban. Los amos perdían su poder y los esclavos eran libres. Tribunales y escuelas cerraban, no estaba permitida la guerra ni la ejecución de criminales ni ejercer otro arte que el de la cocina. Bebían los mejores vinos y comían los más deliciosos manjares, se volvían generosos y alegres. Pero no a todos gustaban aquellas fiestas. Hay referencias de escritores latinos que huían de los excesos y del ruido de los Saturnales para esconderse en la tranquilidad de sus villas de campo. Muchos, simplemente, querían paz.
Las celebraciones alcanzaban su punto álgido el 25 de december, el décimo mes del calendario juliano. En ese momento los romanos sabían que aunque el sol era pequeño y su luz débil, el astro permanecería firme en el horizonte haciéndose fuerte hasta triunfar sobre la oscuridad y, pasada la primera semana del nuevo año, poco a poco intensificaría su brillo para reinar de nuevo en el azul del cielo. Entonces y sólo entonces concluirían las fiestas al grito de Sol Invictus! (Sol invencible), un grito triunfal, porque la Saturnalia era la fiesta del triunfo.
El niño nacido en Belén, Yeshúa, era un judío de la estirpe de David que creció y se convirtió en un orador poderoso y en un ser excepcional. No dejó testimonios escritos, pero la potencia de sus hechos y la fuerza de su palabra marcaron para siempre la vida de los que le conocieron. Su legado y sus obras fueron demasiado innovadores, demasiado trascendentales e impactantes para caer en el olvido. Yeshúa  había actuado siguiendo los dictados de su corazón y no los de la ley y había muerto perdonando a los que le habían crucificado y clavado en cuatro palos frente a una conmovida multitud. Aquella muerte injusta, pública, aquella inmolación propia sirvió de ejemplo para que muchos de los suyos sufrieran una profunda transformación espiritual. Los rabinos también cometían injusticias. El ejemplo de Yeshúa dio a sus seguidores la fuerza necesaria para enfrentarse al poder con la fe y no con la espada, con sacrificio y no con violencia, con valentía y sin temor.
En aquel mismo siglo I, tras el suicidio colectivo de miles de judíos en la fortaleza de Masada, los romanos triunfaron sobre Judea y sus habitantes se desperdigaron por Europa llevando consigo la tradición monoteísta de un solo Dios. Para los que seguían practicando la ley rabínica, Yeshúa había sido uno de los profetas; igual que Moisés, Abraham o Jacob. Pero para los mesiánicos, Iesú (latinización de Yeshuá) no era otro que el Xristos (en griego, el Mesías), el redentor anunciado por las Escrituras. 
Durante los años siguientes los doce apóstoles de Jesús divulgaron su palabra y obra por el Imperio Romano. De Oriente a Occidente proliferaron los textos sobre su vida y milagros. Se escribieron evangelios apócrifos en muchas lenguas, libros no reconocidos que hablaban de su nacimiento, su infancia y su familia. Sus fieles eran perseguidos, martirizados y torturados. Pero ellos seguían el ejemplo del maestro y se enfrentaban a la muerte con cánticos en los labios y fe en el corazón. Las historias de aquellos mártires, muertos en nombre de Cristo, sirvieron para acrecentar el poder de la nueva religión.
Crismón, monograma de Cristo en una villa romana. S. IV aC.
La iglesia se fortaleció. Los mártires y los santos cada vez eran más y los adeptos crecían. Pero el cristianismo necesitaba teóricos que sentaran las bases de la nueva religión, teólogos que la defendieran ante las demás religiones con razonamientos sólidos y no con mitos. Un pensamiento único que les mantuviera unidos en una misma fe.   
Los primeros teóricos de la Iglesia fueron judíos helenizados que creían en un solo Dios y ayunaban en sábado. Leían a filósofos griegos, a Platón y a Aristóteles, pero también defendían una iglesia sustentada en las leyes de Moisés, la teología hebrea y el derecho romano.
Entre los propios cristianos empezaron a surgir diferencias de criterio. Si Jesús era Xristos, el Mesías, ¿significaba eso que había que adorarlo, que venerarlo igual que a Dios? ¿Es que era, acaso, Dios? ¿El Dios todopoderoso y omnipotente? ¿Por qué había muerto en la cruz, entonces, si todo lo podía? Los fieles comenzaban a hacerse preguntas y Cristo no estaba allí para responderlas. Unos, los arrianos, seguidores de Arrio, mantenían que Jesús era hijo de Dios, pero no Dios mismo. Otros, los católicos, que Dios era una Trinidad, un poder completo y absoluto constituido en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Trescientos años después de aquella crucifixión, en el siglo IV, no quedaban testigos directos de la vida del maestro pero los cristianos se sumaban por decenas de miles. Eran gente sencilla que no se preocupaba por la teología y estaba lejos de las exégesis y las discusiones teológicas en las que se enzarzaban los padres de la Iglesia. Ellos vivían en el perdón, la buena voluntad y la propia fe. Los había romanos ricos y también en el ejército (en Roma el servicio militar era obligatorio y duraba veinte años). Pero los legionarios cristianos no tenían grandes deseos de defender el poder político del Imperio, no eran soldados de Roma. Eran guerreros de Dios.
En aquella época Roma estaba ya muy debilitada por las invasiones bárbaras y las propias divisiones internas.  El poder de facto lo tenía el ejército, eran los militares quienes proclamaban y destituían a los emperadores. Nada quedaba de los tiempos de la República, cuando el Senado controlaba la política. Ahora gobernaba una tetrarquía de dos Césares y dos Augustos ungidos por las legiones. Tras muchos enfrentamientos y muertes los pretendientes a un poder único quedaron reducidos a dos: Majencio y Constantino, dos ejércitos que se enfrentaron frente al puente Milvio en una batalla que no sólo sentenciaría la división del Imperio Romano, sino también el destino de Europa y de la historia.
Constantino ganó la guerra, dicen, porque la mayor parte de sus legiones llevaba en su escudo el Crismón, el monograma Cristo, la Ji (X griega) y la Ro (erre griega). Agradecido, en febrero del año 313, el nuevo emperador promulgó la libertad de culto en Imperio y proclamó que los cristianos podían practicar libremente su propia fe. El emperador cesó la persecución y donó las propiedades confiscadas a la Iglesia de Cristo. Fue el primer triunfo político del cristianismo.
Ambrosio y Teodosio. Van Dyck, 1619
Pero las divisiones entre arrianos y católicos eran cada vez más evidentes y la grieta que los separaba hacía imposible un gobierno común. Era necesario unificar criterios y gobernar al ejército  con una sola voz. Uno de los personajes clave para sellar aquella primera fractura sería Ambrosio de Milán (337-397), San Ambrosio, una de las figuras más interesantes e influyentes de la historia de la humanidad.
Nacido en Tréveris, era hijo del prefecto de la Galia. Se educó en Roma con sus dos hermanos, Marcelina y Sátiro. Allí aprendió griego, llegó a ser buen poeta y orador y estudió derecho. En el ejercicio de su carrera defendió en varias ocasiones a Anicio Probo, prefecto pretorial de Italia, quien, admirado por sus dotes, le propuso para gobernador de Liguria, con sede en Milán. Allí Ambrosio se hizo famoso gracias a su oratoria incendiaria y a sus dotes para la retórica. Pronto se convirtió en un líder de masas. 
Cuando murió Auxencio, el  obispo arriano de la diócesis milanesa, Ambrosio acudió a la iglesia en la que se iba a elegir al sustituto y habló a los presentes. Sus palabras convencían. Alguien gritó: "¡Ambrosio obispo!", y aquel bramido fue secundado por una enfervorizada multitud. Los fieles lo querían con mitra. Él se negaba a aceptar: sabía que no podía optar al cargo, era un prefecto romano no bautizado. Pero insistían. Los obispos presentes ratificaron su nombramiento y  el emperador Valentiniano mandó al vicario de la provincia que le ungiera con las aguas. Tenía treinta y cinco años.
A partir de entonces Ambrosio se consagró a sentar las bases de la doctrina católica. Fue él quien, instado por el ejemplo de su hermana Marcelina, virgen vestal, promovió el celibato y la virginidad entre los sacerdotes de Cristo. Fue él quien impulsó las leyes contra la homosexualidad y la veneración a la Virgen María y quien atrajo a los fieles a la misa con la belleza de los cantos y los ritos. Fue él quien escribió los primeros villancicos y el primer Te Deum y quien instauró el culto a las imágenes, a los santos y a las reliquias. 
Con la muerte de Valentiniano el poder de Roma Oriental y Roma Occidental volvió a unirse bajo los auspicios de Teodosio, hasta entonces emperador de Oriente. Al principio, Teodosio centró sus esfuerzos en combatir las invasiones de los godos, pero pronto supo que no podía defender un imperio frente a un ataque extranjero si continuaba enfrentado al pueblo, al ejército y a los obispos de su fe.
El detonador saltó en el 390, año en que se aprobaron las primeras leyes contra la homosexualidad. Boterico, el  magister millitum (jefe de los ejércitos) de Tesalónica mandó detener a un conocido auriga bajo la acusación de haberse insinuado a un oficial romano. Los aurigas eran ídolos de masas, deportistas famosos que guiaban las cuadrigas, los carros tirados por cuatro caballos que competían en el circo. Cuando el pueblo se enteró del arresto de su ídolo salió a la calle exigiendo su liberación y mató al militar.
Teodosio estalló en cólera. Ordenó que todos los cómplices de aquel asesinato sufrieran el mismo castigo y ejecutó su venganza con una crueldad desproporcionada. Esperó a que los tesalonicenses estuvieran reunidos en el circo aclamando al auriga liberado y ordenó al ejército que cerrara las puertas. Los legionarios pasaron por el filo de su espada a los espectadores y las gradas se convirtieron en un baño de sangre. Fue una masacre en la que cayeron entre siete y quince mil personas.
La noticia de la matanza llegó a Milán casi de inmediato y Ambrosio aprovechó la ocasión para mostrar la fuerza de los cristianos. Excomulgó a Teodosio y le impidió entrar en la catedral. "Deteneos, emperador", dicen que dijo, "¿Cómo osáis pisar este santuario? ¿Cómo podríais tocar con vuestras manos el cuerpo de Cristo? ¿Cómo podríais acercar a vuestros labios su sangre, cuando por una palabra proferida en un momento de ira habéis hecho perder la vida a tantos inocentes?" 
Teodosio se negó a pedir perdón públicamente. No podía mostrar debilidad y humillarse ante el pueblo. Pero el pueblo, a su vez, se negaba a reconocerlo si no lo hacía. La tensión se prolongó durante ocho interminables meses. Por fin, el 25 de december de 390, en plenos Saturnales, Teodosio se presentó ante el obispo y pidió perdón como un pecador más.
El obispo había vencido. Era un triunfo digno de celebración. Casi inmediatamente después se dictó el edicto de Tesalónica, por el cual  todas las religiones ajenas al concilio de Nicea, es decir al catolicismo, serían perseguidas y quienes no siguieran sus dogmas serían juzgados "dementes y locos sobre los que pesará la infamia de la herejía. Sus lugares de reunión no recibirán el nombre de iglesias y serán objeto, primero de la venganza divina y después castigados por nuestra propia iniciativa que adoptaremos siguiendo la voluntad celestial." Los templos paganos fueron clausurados, muchos textos fueron quemados, se persiguió a los infieles y se instauró definitivamente la nueva fe.
¿Y la Saturnalia? Eran unas fechas dedicadas a la luz y al Tiempo, una celebración que conmemoraban todos, paganos y cristianos. Los cristianos hacía décadas que las dedicaban a Cristo y no a Saturno, se sumaban a ellas alegremente para alejarse de los ritos judíos y alegrarse por la venida del que era la luz del mundo y había iniciado una Nueva Era. Eran fiestas de triunfo y no había mayor triunfo que el misterio del nacimiento de Jesús, un misterio que debía ser celebrado con cánticos y luces. La Iglesia fijó el 25 de december y consagró esa fecha a conmemorar la Natividad del hijo de Dios. 
Se estableció un calendario navideño que comenzaría en el Adviento, 40 días antes de Nochebuena (porque el Niño nació de noche) y se prolongaría hasta el 6 del primer mes. Se mantendrían las luces y los regalos, habría banquetes y velas. El 28, con motivo de  los Santos Inocentes, los más pequeños podrían gastar bromas a los mayores. El 31 celebrarían el inicio de un nuevo año juliano. Y una semana después, los niños recibirían regalos, dones similares a las ofrendas que los tres reyes de oriente llevaron al pesebre del lejano Belén. Cerrarían las escuelas y los tribunales y dedicarían aquellas fechas a los cánticos y a las representaciones, serían unas semanas de descanso y de perdón, un paréntesis en la guerra de la vida que los cristianos dedicarían a vivir en paz.