jueves, 28 de febrero de 2013

La sal de la vida



Mesa preparada con saleros individuales y abiertos
Cuentan de un rey que una vez preguntó a sus hijas cuánto le querían. "Más que a mi vida", dijo una. "Más que a mi corazón", respondió otra. "Más que a la sal", sentenció la tercera. La última respuesta indignó al orgulloso monarca que, ofendido, condenó a su impertinente retoño a vagar fuera del reino hasta que un día se quedó sin sal, apreció su valor y supo que la hija desterrada era, sin ninguna duda, quien más le amaba. El cuento, bastante más largo, sirve para explicar la alta estima en la que el ser humano ha tenido los condimentos en general y a la sal en particular desde los inicios de la historia. Su poder para conservar o modificar el sabor de los alimentos y las posibilidades de sus principios activos fueron clave para crear las primeras medicinas y remedios, y han estado presentes en la mesa desde siempre, distribuidos en todo tipo de cajitas, cuencos y recipientes de los que, al principio, se tomaba con los dedos o con la ayuda de una cucharilla. 
Naveta en plata dorada con concha de nautilus. Alemania, S. XV
Fue a partir del siglo XIII cuando se empezó a dar importancia a la decoración y la forma de estos recipientes. Nacieron los especieros, con un mínimo de dos compartimentos, que fueron durante mucho tiempo un privilegio de clase. Con el Renacimiento se volvieron esculturales objetos de lujo, magníficas obras de arte, algunos proyectados por grandes orfebres como Benvenuto Cellini, que los reyes atesoraban en sus castillos y palacios. En el testamento de Carlos V se contabilizaron más de quinientos.
Cuando comenzaron a llevar tapa para prevenir su contenido del polvo y de las ráfagas de aire, nacieron las navetas, con forma de pequeña nave de una o dos tapas articuladas, que llegaron a montarse en oro y plata, a veces con cristal, conchas o piedras duras y que se difundieron por extensas zonas de Europa al compás que crecía el gusto por atesorar objetos raros, exóticos y exquisitos, naturales o artificiales, ligados al coleccionismo ecléctico y a las cámaras de las maravillas propias del Manierismo.
Al llegar el siglo XVII los cocineros franceses descubrieron que los únicos condimentos que no alteraban el sabor de la comida y que merecían estar presentes en la mesa eran la sal y la pimienta que, desde entonces, se presentaron juntos. Los orfebres diseñaron para la pareja de recién casados una pieza nueva, un taller de mesa que reunía sobre un soporte los útiles para los condimentos. Los talleres y saleros llegaron a ser tan bellos y aparatosos que  perdieron progresivamente su carácter funcional y se abrieron paso entre la decoración de la mesa para permanecer allí, rodeados de flores.
Taller con salero y pimentero. Plata. F. T. Germain, Francia, s. XVIII
Para reemplazarlos aparecieron los primeros botes con tapa tamizada, con los que se podía prescindir de la cucharilla. Pero los nuevos saleros tenían una desventaja sobre los tradicionales: los agujeros se atascaban a menudo y había que agitarlos con violencia para obtener el premio. La exquisitez del siglo XVIII decidió entonces que la única manera educada de agitar un salero era dando suaves golpecitos en la base con el dedo índice. Pero aún así, conseguir salar los alimentos comenzó a complicarse, y los saleros se hicieron tan pequeños  e incómodos que, poco a poco volvió a hacerse un hueco la costumbre medieval de tomar la sal  de pequeños recipientes sin tapa colocados cerca del plato. A pesar de su modestia y de su evidente utilidad, los saleros y especieros pueden resultar muy útiles a la hora de embellecer una mesa. Además, aún siendo conscientes de sus consecuencias para la hipertensión, la sal genera el apetito, estimula la ingesta, da sabor a los alimentos y es la única roca comestible por el hombre que, cuando lo hace, paladea los sabores propios de las mismas entrañas de la tierra y del mar.







2 comentarios:

  1. Conocía la historia de las tres hijas... no recuerdo de dónde era pero me llamó la atención desde pequeña, gracias por traérmela a la memoria. Adoro la sal y los saleros, en la casa familiar usamos siempre saleros abiertos con cucharillas. Jamás me verás poner arroz en saleros cerrados, jejeje... ;)
    Gracias por tu pluma, Almudena. Qué bien lo cuentas... Salivando siempre los viernes a la espera del update.
    ¡Viva la sal!

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  2. Sí... parece mentira la de cosas que hay alrededor de un objeto tan pequeño como un salero.

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