viernes, 19 de abril de 2013

Música y mantel


Concierto campestre, Tiziano, (1490-1576)
La comida alimenta el cuerpo tanto como la música el alma y, combinados, el sentido del oído y el del gusto se fusionan para doblar juntos el placer y el gozo. Los humanos sabemos esto desde que se inventó el primer instrumento: egipcios, griegos, etruscos y romanos amenizaban sus comidas con música de los tipos más diversos, basta recordar el banquete de Trimalción del Satyricon de Petronio, en el que incluso los esclavos que daban la bienvenida y lavaban los pies a los invitados realizaban su tarea canturreando tonadillas.
La música enmudeció en Europa durante los tiempos nómadas y bárbaros de la Edad Media, pero resurgió con fuerza en cuanto se construyeron los primeros castillos y catedrales. Allí, los nobles y religiosos reservaban un espacio físico, una habitación a la que llamaban capilla, para mantener y fomentar los estudios musicales desde la infancia. Los niños con talento musical estudiaban en ella los secretos de la anotación musical, el milagro de trasladar las notas al papel creado en el siglo IX por el monje Guido D'Arezzo, y aprendían el oficio empezando como aprendices y saliendo, casi siempre, como maestros de capilla o kapellmeister. Las capillas se regían por normas especiales parecidas a las de los demás gremios y a veces tenían una especie de bolsa de trabajo para que los flamantes maestros, al terminar sus estudios, ejercieran a sueldo y servicio de alguna iglesia o señor. 
Los nobles los empleaban porque gustaban de acompañar sus comidas con delicadas danzas, cantos y fragmentos instrumentales. Todas las cortes tenían, al menos, un laúd y un arpa profesionales, para deleitar con delicadeza los oídos de los ilustres comensales y, en las ocasiones importantes como las bodas, se sumaban a ellos trompetas, trompas y flautas. El pueblo y los campesinos también cantaban y bailaban, pero era una música tan analfabeta como ellos mismos, transmitida por tradición oral por trovadores y juglares que animaban las fiestas y las calles de las aldeas recitando romances y danzando al ritmo de las chaconas, las chansons, las canciones. 
El laudista. H Sorgh, 1661
Al llegar el Renacimiento, la música escrita era ya un arte muy desarrollado y había auténticos espectáculos de varias horas para animar los banquetes. En el enlace de María de Medicis con Enrique IV de Francia, por ejemplo, en 1600, los asistentes disfrutaron tanto con la Euridice de Jacopo Peri, el músico oficial de la corte florentina, que el Duque de Mantua, primo de la novia, pidió a su compositor de corte, Claudio Monteverdi, que compusiera una obra parecida sobre el mismo tema. El resultado fue Orfeo, considerada la primera ópera de la historia.
La mayoría de los ricos y poderosos se enorgullecían de sus grupos de cámara y los tenían muy presentes en sus saraos y cuchipandas, pero en las cortes los músicos formaban parte del servicio y eran tratados como criados. Solían tocar a la vista, aunque no siempre; a veces los nobles preferían mantener su intimidad y los ocultaban en un cuarto angosto, tras una celosía. El rey Christian IV de Dinamarca (1577-1648), llevó esta práctica hasta el límite al esconder a los suyos en un sótano del Castillo de Rosenborg de Copenhague. Mientras él y sus invitados disfrutaban de sus placeres, las dulces melodías sonaban a través de una trampilla oculta entre muebles y alfombras, de una forma misteriosa y etérea, sin que la fuente fuera visible y sin que se notara la presencia de nadie. 
En Alemania y Francia, la música para las comidas se convirtió en un género con nombre propio, la música de mesa o Tafelmusik. Famoso fue el conjunto musical de Luis XIV de Francia, a las órdenes de Michel R. Delalande, autor de las Symphonies por les soupers du Roy (Sinfonías para las cenas del Rey), escritas entre 1690 y 1700. Pero el mejor en su campo fue el alemán Georg Philipp Telemann, compositor barroco que en 1733 publicó una obra con el nombre genérico de Tafelmusik, creada específicamente para este fin. Está escrita para instrumentos solistas que se alternan y se estructura en tres secciones que comprenden, cada una, una obertura, una suite, un cuarteto, un concierto, un trio, un fragmento para instrumento solista y una conclusión.  Para crear su obra maestra, Telemann tiró de lo mejor  de su época: la melodía de músicos venecianos como Vivaldi y Albinoni, el estilo dulce y romano de Arcangelo Corelli o la galantería afectada de los compositores franceses, pero teniendo como base la tradición alemana, a la que  se mantuvo fiel. Con Telemann, el término Tafelmusik adquirió un significado propio en el campo de la estética musical, una  música no autónoma sino escrita con una función precisa: acompañar las comidas. Son obras, fáciles y ligeras que sirven como música de fondo para la conversación y se hicieron muy populares en su momento, llegando a superar en popularidad a la de su contemporáneo más ilustre, Johann Sebastian Bach. 
Trampilla del cubículo de los músicos en el castillo de Rosenborg
Durante mucho tiempo, la música, tanto la popular como la escrita, fue un arte placentero que se disfrutaba sin ninguna reverencia o formalidad. Tanto en las ferias campesinas como en los salones de los palacios, el público bailaba al son  las melodías y masticaba la comida, hablaba de cualquier cosa o practicaba sus juegos favoritos. 
Pero el protocolo de la mesa y el de la historia se desarrollaron de forma paralela. Cuando nacieron los primeros teatros surgieron los primeros comedores y, al llegar el siglo XIX, la centuria de la rigidez y de la norma, las revoluciones quisieron borrar cualquier vestigio de los excesos lúdicos y placenteros del Antiguo Régimen. Los músicos profesionales salieron de las casas y palacios y encontraron su sitio en las salas de conciertos donde, por primera vez, tocaron en un silencio riguroso y reverencial. A su vez, los almuerzos y cenas dejaron de ser banquetes galantes para encorsetarse en la rigidez de los modales y del servicio a la rusa. La moral victoriana y decimonónica se impuso en un mundo puritano que pareció olvidar que, con música, cualquier comida se convierte en una fiesta. 



Música para una cena: 

4 comentarios:

  1. La música no podía faltar en esta serie de capítulos.
    Una delicia, como es habitual. Esta vez me ha hecho pensar en cómo cambian las costumbres y pueden dar un giro de 180º. Hoy en día la gente come viendo las noticias en la tele. Qué involución, ¿verdad?
    Y qué delicia la música tanto de cámara como de mesa... :)
    Gracias, Almudena... :)

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  2. Claro que la música no podía faltar en esta serie de capítulos!!!... no entiendo por qué se perdió esta sana costumbre y ahora si quieres oir música se reduce a escucharla en casa o vas a lugares expresamente a escucharla... En mi trabajo no hay hilo musical, ni radio... pffff y lo echo de menos, no creas! A mi me inspira y me anima.. Princesa, mil gracias por tus artículos y por lo grande que eres, por dentro y por fuera..jjjj ;)

    Un besazo!!!!

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  3. ¡Qué ganas tenía de este capítulo!. ¡Mil gracias Almudena! Es un artículo delicioso...casi para comérselo... ya que estamos...
    Fue un gusto compartir el otro día la mesa escuchando la Suite nº 3 de Johan Sebastián Bach por Founier. No estaría mal una comida con un concierto de arpa, a ver si la super Maestra Susana Cermeño se anima yo me encargo de darle la comida a ella, já, ja. Hay que evitar el telediario a la hora de comer, provoca indigestión Elena. En mi casa siempre estuvo prohibida la tele a la hora de comer y yo mantengo la costumbre con mis hijas aunque rabien. Luego lo pasamos muy bien charlando. Me encanta Telemann, también entra muy bien trabajando. Un beso gigante y a por el próximo!!!

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  4. Efectivamente, qué delicioso artículo.

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