jueves, 4 de julio de 2013

A la luz de las velas

Mesa preparada con candelabros
El hombre dominaba el fuego, que le proporcionaba luz y calor. Al llegar la noche, cuando el sol dejaba a la luna el protagonismo en el cielo, las llamas iluminaban los espacios y calentaban los alimentos. El fuego era una energía sagrada, tan poderosa que fundía los metales y creaba otros nuevos, capaz de convertir la madera en carbón y la harina en pan. Era, con su compañero el aire, uno de los dos elementos masculinos del cosmos; potentes y vigorosas fuerzas nacidas para atraer y compensar la abundancia de la tierra y el abrazo del agua, los dos elementos femeninos. El fuego era el centro del hogar.
En el Paleolítico, el Neanderthal aprendió a retirar una rama de la hoguera y se construyó una antorcha; en el Neolítico empapó una mecha en aceite e inventó el candil. Aparecieron las primeras lámparas, de arcilla o de barro, con un asa para no quemarse y un vaso que contenía el sebo, grasa animal que emitía una luz mortecina y lánguida, desagradable a la nariz y de fácil combustión. 
Del norte de África, de Oriente o del Báltico llegó la cera. Tardaba más en consumirse y, cuando lo hacía, tenía un remoto perfume a miel y proporcionaba una luz dulce, alegre y juguetona. Pero era cara y difícil de obtener y su uso se reservaba a los dioses o a los reyes. En todos los templos, en todas las religiones, sin excepción, los sacerdotes mantenían viva una llama eterna.
Las candelas necesitaban un soporte y el hombre creó el candelero, un esbelto vástago con una base trípode y una púa en el extremo. En aquella aguja se mantenían erguidos y en pie los cirios, las velas y los velones. El candelero creció de tamaño y se hizo hachero, luego se reprodujo, extendió sus brazos, aumentó sus luces y se convirtió en candelabro.
Menorah
El primer candelabro del que hay registros escritos es el que Dios mandó construir a Moisés tras la salida a Egipto, el que iluminaba permanentemente el Tabernario que guardaba las tablas de los diez mandamientos. “Harás un candelabro de oro puro labrado a martillo”, dijo. “Su pie, su caña, sus copas, sus manzanas y sus flores, serán de lo mismo y saldrán seis brazos de sus lados; tres brazos a un lado y tres al otro.[…] Y le harás siete lamparillas, que encenderás para que alumbren hacia delante”. (Exodo, 25,  31–40). Aquella primera menorah, robada, reproducida, expoliada, recuperada y vuelta a perder, es desde entonces el símbolo del pueblo judío, el faro de su fe, la luz que, según reveló el todopoderoso a Zacarías, deberá imponerse “no con los ejércitos ni con la fuerza, sino con mi espíritu”.
El candelabro también estuvo muy  presente en los ritos cristianos desde los primeros tiempos de las catacumbas. Los fieles recordaban las palabras de Jesús: "Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas, más tendrá la luz de la vida" y en las naves de  las primeras iglesias los mosaicos de oro resplandecían gracias a la danza de miles de velas. En Roma, Constantino mandó encender 8.700 candelas para iluminar la Archibasílica de San Juan de Letrán en señal de gratitud por la victoria del Puente Milvio.
La costumbre de iluminar las iglesias con cientos de luces continuó a lo largo de la Edad Media, aunque fuera del ámbito religioso los candeleros no echaron ramas y se transformaron en candelabros hasta bien entrado el siglo XIV. El renacimiento los llevó a la mesa y allí empezaron a generar interés como elemento decorativo; en Italia los hicieron de mayólica, en Alemania de porcelana. Los mejores plateros y orfebres, desde Durero a Schöngauer, pasando por Cellini o Gaudí, diseñarían desde entonces piezas para realzar y sostener el brillo de las luces.
Con la teatralidad del manierismo y, sobre todo, a partir de los excesos del barroco, los candelabros reinaron en los salones, multiplicando sus destellos gracias a la magia de los espejos. Los vidrieros y químicos habían aprendido a hacer planchas con metal líquido y las casas y palacios, de repente, se llenaron de destellos, de nuevos espacios mágicos y centelleantes. Los candelabros resplandecían en las consolas, en las chimeneas y en la mesa haciendo juegos con los relojes y los centros. Tantas fueron las luces y sombras que se vieron en el Salón de los Espejos del Versalles de Luis XIV, tan dramático fue el escenario que vivió la corte del Rey Sol, que sus consecuencias agitan todavía los destinos del mundo. 
Hacheros y candeleros. Paul Decher (1677-1713)
En el XIX aparecieron las primeras lámparas de queroseno a las que siguieron las de gas. En las cenas decimonónicas, a pesar de los rigores  del más estricto servicio a la rusa, no se renunció a la elegancia de los candelabros, que siguieron siendo un elemento imprescindible. Tampoco faltaron nunca en los buffets o en las cenas de gala. Más modestos, en las mesas de muchos restaurantes los candeleros sostenían las velas que animaban siempre los silencios de una conversación amarga.
Pero llegó la electricidad, la luz que no acababa nunca y las velas ya no hicieron falta; los candeleros y candelabros salieron de las mesas, dejaron espacio libre a los platos y volvieron a las consolas y a las chimeneas para disfrutar de un retiro digno y ocioso. Las velas, ahora, sólo aparecen para sumarse a las celebraciones, a las cenas especiales o a los encuentros de alegría o de amor. Mientras tanto se esconden en armarios y cajones esperando que llegue su momento, preparadas también para paliar los inconvenientes más inmediatos de un apagón. Incluso en las iglesias y en los templos la llama alegre de una vela va, poco a poco, siendo sustituida por la monótona luz de las bombillas. Pero de vez en cuando, sólo de vez en cuando, en algunas noches, las velas vuelven a ocupar un sitio de honor en los candeleros y candelabros, recuperan espacio en la mesa y se encargan de suavizar un instante, de hacernos regresar a un pasado en el que la visión perfecta podía depender, solamente, de un golpe de viento. 

Candelabro articulado en acero cromado. Fritz Mayer, c. 1960

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4 comentarios:

  1. ...y qué bonito es cuando regresan las velas para iluminar una mesa... (no por un apagón sino por un motivo estético) :)
    Me imagino un mundo iluminado por el fuego... con espejos para aumentar la luz, con las precaucion spara evitar accidentes, me imagino un baile en palacio, una comilona de bárbaros, una escueta vela iluminando la mesa de un escritor, de un compositor...
    Los que nacimos con bombillas apenas podemos comprender esto. Tuve mi etapa de candiles en la finca del campo donde veraneaba; pero a los dos años llegó la luz al pueblo.
    Pero a lo que voy... maravilloso artículo, una vez más. Juego de luces y de sombras, de creencias y de estratos sociales. El fuego y el aire se complementan, me encantan...
    Qué diferentes se ven y se viven las situaciones según la luz que las ilumine...
    Gracias tantas veces... :)

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  2. interesante, sugerente, y tan bien escrito... un placer.

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  3. Mira por donde, me acabo de reconciliar con el tema velas. Siempre me han gustado en la mesa, dependiendo de la ocasión obviamente, pero hace algunos años escuché decir en Francia que poner velas en la mesa era algo ya totalmente "démodé" e incluso hasta cierto punto "vulgar". Recuerdo que me quedé muy sorprendida, y pensé en aquel momento que la evolución del código de las "bonnes manières" se estaba pasando tres pueblos. Así que las he seguido poniendo en mi mesa cuando me ha parecido.
    Gracias de nuevo por esta entrega, Almudena querida.

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  4. No has visto un candelabro repujado en tu vida...

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