viernes, 19 de julio de 2013

El carrito del helado

Carrito de helados, USA, ppios siglo XX
Ya no hay. Ya no quedan. Llegaban a mediados de primavera, salpicando las plazas, calles y parques con sus característicos colores, anunciándose a gritos o a golpe de campana. Dos conos de metal reluciente coronaban una caja de madera cerrada que avanzaba sobre ruedas y escondía sabores refrescantes y misteriosos. El heladero, vestido de blanco, levantaba aquellas tapas, introducía un brazo en su interior y tomaba una curiosa herramienta de metal que sumergía en agua antes de sacar el sabor deseado. Las narices de los niños se inclinaban siempre sobre aquel redondel oscuro que almacenaba frascos metálicos envueltos en el frío. Había helados de todas clases: los cortes, una barra rectangular que se partía en porciones cuadradas, marcadas por unas finísimas incisiones en el bloque, se tomaban entre dos obleas de crujiente barquillo. Los cucuruchos, que la hábil mano del heladero adornaba con apetitosas bolas, eran perfectos para llevarlos en la mano. También había polos de limón, de naranja o de fresa. El fondo de aquel cajón cobijaba infinitos secretos y delicias.
Antiguos utensilios para servir helados
Parece ser que aquellos carritos eran herederos indirectos de otros que, ya en el siglo XIII deambulaban por las calles de Pekín. Allí se consumía helado desde siempre,  hay quien afirma que desde hace unos 4000 años, elaborado con una masa mantecada de arroz muy cocido, leche y especias que colocaban en la nieve para que solidificara. Los chinos preparaban también sorbetes de fruta helada a base de zumo y pulpa mezclados con nieve. Pero también en Asia Menor tomaban bebidas y alimentos refrescantes desde antes de la era cristiana. La Biblia cuenta cómo el Rey Salomón estaba a la espera de una noticia que era para él como “el refresco de la nieve en los días de las cosechas”.
Los griegos aprendieron a fabricar una especie de hielo llevando el agua a hervir, volcándola en recipientes cubiertos con paños húmedos y depositándola aún caliente en cuevas o refugios subterráneos construidos hasta treinta metros bajo tierra donde el vapor se enfriaba sobre las rocas transformándose en una especie de hielo. Estas “neviere”, muy comunes ya en tiempos de Alejandro Magno, se usaban además para conservar alimentos como mantequilla o queso. El propio militar macedonio, en sus largas campañas de verano, consumía nieve mezclada con miel y zumos de fruta.
Los romanos aprendieron y mejoraron el proceso de los griegos. Traían hielo de los Apeninos, del Vesuvio o del Etna, donde era más duro y compacto, y lo transportaban protegido con paja o corcho para almacenarlo en hileras. En todo el Mediterráneo y Asia Menor, (Turquía, Túnez, Italia, España) hay ejemplos de estos almacenes. Tanta era la reverencia que en Roma se tenía por el hielo que en Sicilia apareció un templo dedicado a la nieve y a su venta. Y hay referencias a estas bebidas frías en los textos de Plinio El Viejo, Juvenal, Marcial o el general Quinto Flavio Máximo.
Nevera subterránea
El consumo de helados y refrescos en Europa desapareció durante los años de oscuridad, hasta que volvió a ponerse de moda gracias a un elemento nuevo incorporado por los musulmanes: el azúcar de caña. El sorbete más sofisticado era el de agua de jazmín, pero los más comunes se elaboraban con zumo de limón, naranja o pistacho. De hecho, la palabra "sorbete" deriva del árabe “sherbet" (dulce nieve).
Sin embargo, el escaso hielo que podía encontrarse era delicado de hacer, sucio, frágil y estaba plagado de impurezas. Parece ser que fue Marco Polo quien, a su vuelta de Oriente en el siglo XIII explicó que en China conseguían elevar la temperatura de congelación del agua gracias a la sal. Otros dicen que el descubrimiento se debió a Blasius Villafranca, un médico español que vivió en Roma a mediados del siglo XVI. Hay quien afirma que fueron los portugueses los introductores del sistema, aprendido en las Indias Orientales. El caso es que en el Renacimeinto los helados ya eran habituales en las mesas de los ricos y poderosos de Italia, los únicos que tenían acceso a las neveras y a la sal, un condimento precioso y caro.
En esa época destacaron los nombres de los dos primeros grandes heladeros de la historia, dos investigadores multidisciplinares que trabajaron en la Florencia de los Medici: Bernardo Buontalenti y Cosme Ruggieri. Los dos recuperaron algunas de las recetas de los antiguos romanos y aportaron innovaciones propias, como la yema de huevo o la nata. Los exquisitos postres de Buontalenti a base de fruta y "zabaione" (una crema con yemas de huevo y licor) realizados para los banquetes florentinos tuvieron tanto éxito que dieron origen a la famosa "crema florentina" y al "helado Buontalenti" que todavía hoy se puede degustar en las mejores heladerías de Florencia.
Por su parte, Cosme Ruggieri fue el vencedor del concurso organizado en la corte medicea con tema "el plato más singular que se hubiere nunca visto", certamen que ganó gracias a un exquisito helado. Su pericia fue tan grande que la joven Catalina de Medici, esposa del futuro Rey de Francia, Enrique de Orleans, lo llevó consigo a Francia como parte del séquito que habría de acompañarla a la corte. Durante los fastos nupciales, en Marsella, que se prolongaron durante un mes, Ruggeri dio a conocer su "hielo al agua perfumada con azúcar" y creó un tipo de helado distinto para cada día. Pero cuando los italianos llegaron al castillo de Fontainebleau las cosas fueron distintas. Los cocineros y reposteros del país galo, recelosos de las invenciones y la fama de Ruggieri, le hicieron víctima de tantas trampas y zancadillas que él, desencantado de las consecuencias del éxito, envió su receta a la reina Catalina con un último mensaje de despedida explicando que abandonaba aquel mundo que lo había convertido en objetivo de semejantes hostilidades. Catalina divulgó la fórmula y la receta del helado mantecoso se difundió por Francia.
Vendedor de sorbetes. Grabado italiano, ff S. XVIII
A mediados del XVII en la mayoría de los banquetes importantes de las cortes europeas se servían postres fríos y en 1686 abrió en París, frente al antiguo teatro de la Comedia Francesa, la primera heladería pública, el Café Procope, todavía en pie. El propietario, un siciliano llamado Francesco Procopio Coltelli, tenía licencia real del propio Luís XIV para la elaborar aguas heladas y cremas frías. La popularidad de su local creció tan rápidamente que pronto hubo locales parecidos en otros lugares de Francia, Austria, Inglaterra y Escocia. 
Los dueños de las heladerías no tardaron en darse cuenta de las ventajas de vender sus productos de forma ambulante en los parques, las plazas y las esquinas. Las mujeres elaboraban los helados en los obradores y los maridos se encargaban de llevarlos en carritos, envueltos en hielo, a los puntos más transitados de las ciudades y los pueblos. Al principio se vendían en conchas o en vasos, pero con el tiempo aparecieron las obleas de barquillo, de distintas formas y tamaños. Aquellos primeros carritos, de tracción humana o animal, eran conocidos en la Inglaterra victoriana como Hokey Pokeys, expresión derivada de las frases “ecco un poco” u “oh, che poco” que los heladeros, generalmente italianos, expresaban cada vez que servían uno. Con el desarrollo de la industria del hielo y del automóvil, los vehículos a tracción se motorizaron y se convirtieron en un componente habitual de los veranos de todo el mundo.
Carrito de helados, Nueva York, años 50.
En la España de principios del siglo pasado, los heladeros pujaban por quedarse con los mejores puntos de venta de las ciudades; los que no los conseguían iban a los pueblos a hacer el verano. Pero llegó la industria y a los heladeros artesanos les resultó difícil competir con las grandes marcas que se hicieron con los mejores sitios fijos de las calles, parques y plazas. Ahora, en España ya no quedan carritos de helados. Los gastos son tan altos, los costes de infraestructura, autónomos, licencias municipales, permisos de sanidad y de comercio son tantos que cualquier margen de beneficios, por pequeño que sea, desaparece enterrado entre los infinitos costes. El monopolio de la venta ambulante de helados está en manos de las grandes compañías que someten al público a sus experimentos con formas y sabores, tan distintos que, a veces, resulta imposible encontrar un sencillo polo de limón. 


5 comentarios:

  1. Por Dios, cuanto he aprendido esta mañana, Almudena... :)
    Refrescantemente encantada con tu artículo. No tenía ni ida. Sólo sabía algo de los sorbetes, pero ya enterarme de que el rey Salomón esperaba “el refresco de la nieve en los días de las cosechas”... o que la primera heladería, abierta en 1686, aún sigue en pie en Paris... esto es, me repito, delicioso.
    Ignoraba que la sal ayudara. En cuanto a los carritos de helado, son parte de la infancia del mundo occidental, los baby-boomers hemos crecido esperando al "Ice Cream Man".
    De pequeña los recuerdo en la playa, vendiendo polos y helados envasados.
    Gracias, Almudena, qué bien viene un poco de cultura fresquita este viernes por la mañana...

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  2. Me ha encantado. Interesantísimo . Un artículo insólito y muy completo

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  3. He conocido tu blog por la recomendación de una amiga. Es fantástico conocer tantos detalles curiosos de la historia de la "vida cotidiana" de forma tan amena. Gracias por enriquecernos.

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  4. Almudena, en la zona de la vega de Pas, Ontaneda y Alceda, emigraban a Francia familias como heladeros, y al volver ponían sus negocio en esas zonas o en Santander, y en Ontaneda, hace unos años tenían un carrito de helados aunque más que nada como reclamo.
    J,Gerónimo

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  5. Hola Almudena,
    Tu sabrías donde puedo encontrar el utensilio que antiguamente se utilizaba para cortar y servir el helado de barra o de corte? Mi madre tiene mucha ilusión por conseguir uno y llevo años buscándolo.
    Muchísimas gracias por anticipado. Te dejo mi dirección de email por si me pudieras ayudar.
    Un saludo,
    María
    mvalienteyrizar@gmail.com

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