viernes, 16 de agosto de 2013

La caña de España

Tomando cañas en Madrid, años 50
"¡Es la hora de emborracharse", decía Baudelaire, “para no ser esclavos martirizados por el tiempo, emborrachaos, emborrachaos sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, como queráis”. Algo así debieron pensar los primeros homínidos hace unos 100.000 años cuando, al ser conscientes de las dificultades de la supervivencia, sintieron los efectos de masticar cereales fermentados. Aquel puré pronto se transformó en una bebida, en un brebaje seguro, libre de bacterias gracias al alcohol; en un líquido, además, cuyos efectos secundarios liberaban algunos resortes de la mente.
El hombre aprendió a elaborarlo y a guardarlo en grandes vasijas al mismo tiempo que a hacer pan. Las primeras recetas sumerias, en Mesopotamia, (hoy Irak), a base de dos simples ingredientes, harina y agua, datan de entre el 10.000 y 6.000 a.C. Añadiendo más harina que agua obtenían pan, y con más agua y menos harina, cerveza. Hombres y mujeres la bebían con unas largas cañas que se introducían en el líquido para evitar los residuos y los grumos.
Relieve sumerio, c. 2600 aC
El alcohol acompañó siempre al hombre occidental en sus celebraciones y en sus tristezas; su consumo estuvo muy relacionado con la vida social, la religión, la medicina y la mitología. Nacieron muchas bebidas de baja graduación como el vino o el hidromiel, los egipcios iniciaron el consumo de cerveza a gran escala, los griegos y romanos divulgaron en cultivo y consumo de la vid. A principios de la Edad Media, gracias a los alambiques, los monjes de los monasterios aprendieron destilar el alcohol y a elaborar bebidas espirituosas (preciosa palabra que etimológicamente remite al espíritu) que usaban como elixires y remedios para curar algunas enfermedades. Con el tiempo, las regiones de Europa fueron estableciendo sus preferencias. El Mediterráneo optó por el vino, cosechado en viñedos que crecían bajo el ardiente sol y fermentado en oscuras bodegas, el norte prefirió la cerveza. 
En las ciudades españolas siempre hubo más tabernas que cualquier otra cosa. La costumbre de reunirse en grupo para a tomar un chato de vino se adaptaba perfectamente el alma de un país poco hogareño, con un clima bondadoso y una tendencia social a los espacios abiertos. Desde tiempos inmemoriales intrigas, proyectos, rumores y leyes nacieron entre los muros de los mesones y las bodegas. Discutir y charlar de pie, apoyados en una barra, era menos formal que hacerlo en un mesón (aún no existía el concepto de restaurante), más barato y más divertido. A veces, en algunos locales, los taberneros colocaban una loncha de embutido o queso a modo de tapa sobre el vaso de vino para que no cayera polvo o algún insecto. Otras, era una pequeña porción de comida, parte del menú de la casa, que presentaban en un platito que apoyaban sobre el vaso. Era una cortesía, una tapa que no sólo tapaba el recipiente sino también el hambre.
Copa de jerez con una tapa
Desde el siglo XVI, los monarcas intentaron mantener separadas la comida y la bebida e incluso dictaron normas y leyes al respecto, sin mucho éxito. Muchas bodegas se transformaron en bodegones que vendían comida casera y llegaron incluso a sacarla a la calle para venderla en unos carritos que las autoridades derribaban de un puntapié. En esos "bodegones de puntapié" ofrecían despojos, entresijos, gallinejas y distintos tipos de alimentos en un concepto de negocio que entraría dentro de lo que hoy se conoce como comida rápida.
Pero el rito de ir de cañas no se generalizó hasta bien entrado en siglo XIX, momento en que aparecieron las primeras cervecerías españolas, El Águila, Mahou, La Cruz Blanca o San Miguel. Hasta entonces, al contrario que en Europa, la cerveza era considerada una bebida burguesa, escasa y sin arraigo, a pesar de los intentos de algunos monarcas por implantarla. Este fue el caso del emperador Carlos V, de origen germano, que hizo construir una cervecería en su retiro de Yuste, sin ningún éxito: aquel líquido, denso, tibio y casi opaco, no era del gusto español.
El triunfo final de la cultura de las cañas se debió a dos factores: el nacimiento del frío industrial y la llegada del turismo. Gracias al primero, la cerveza se convirtió en un atractivo refresco de verano, en competencia directa con la sangría. Era una bebida que se tomaba en tascas con un mostrador de mármol y un grifo cromado donde los vasos se hundían en una pila llena de agua en la que el tabernero manejaba unas manos enrojecidas e hinchadas. Cuando los clientes llegaban al local, el encargado preguntaba si preferían cerveza de caña (tirada directamente desde el serpentín) o de botella. La de caña brotaba de un caño brillante y lustroso y caía en un vaso cilíndrico de unos 20 cl de capacidad, casi una caña también, que rebotaba contra el mármol con un golpe seco, chorreando espuma.
Muchas de aquellas tabernas no perdieron la costumbre de ofrecer una tapa con la caña. Cada una tenía su especialidad y en las calles y plazas de las ciudades, a la hora del aperitivo, los españoles más cosmopolitas se acostumbraron a seguir una ruta alternando bares para probar distintos bocados.  
Hasta la primera mitad del siglo XX, el ir de cañas fue un ritual exclusivamente urbano: las cervecerías estaban en las grandes ciudades, en Santander, en Madrid, en Barcelona, en Bilbao y sólo allí se podía ir de barra en barra, probando cervezas y tomando tapas. Aún así, los bebedores de cerveza eran pocos y la sociedad prefería reunirse en las horchaterías, en las chocolaterías y en los cafés.
El turismo trajo aires y palabras nuevas. Se popularizó el uso del término "bar", un anglicismo que significa "barra" y que aludía a un local que vendía sólo bebidas alcohólicas; un fonema, corto y sonoro que arraigó en un país donde tomar algo en la barra era ya una tradición.  Además, por primera vez, el consumo de cerveza ser equiparó al del vino: los turistas del norte de Europa querían cerveza y el país estaba listo para satisfacer esa demanda.
Bodegas "La Ardosa", Madrid
A partir de entonces, el aperitivo en España alcanzó la categoría de deporte nacional y se convirtió en un ritual con un protocolo propio que, según las encuestas, es lo que más añoran los españoles cuando viajan. Mejoró la calidad de la cocina y se institucionalizaron unas reglas tácitas, no escritas, para ir de cañas. El número ideal de personas es un mínimo de dos y un máximo de seis. El aperitivo de toma de pie, en la barra. Las tapas se comen de un plato común. No hay que consumir más de dos tapas en el mismo local, hay que cambiar, pasear, conocer otros bares. Se trata de un ritual generoso en el que cada uno paga una ronda, a no ser que se haya acordado previamente. Hasta hace unos años, todavía existía en Madrid la costumbre de invitar a completos desconocidos que se sorprendían al comprobar que su cuenta ya estaba pagada. Y todavía hoy quedan en España caballeros a la antigua usanza que no dejan pagar a las mujeres, costumbre que el feminismo rechaza de plano y que, personalmente, considero encantadora. Sólo espero que no desaparezca.



7 comentarios:

  1. Insólito, en la España de Carlos V no gustaba la cerveza... hoy en día somos uno de los mayores consumidores... a diferencia de Francia o Italia, donde impera el vino.
    Otra sorpresa, hasta que no leí tu artículo no relacioné "bar" con... ¡"barra"!
    No soy consumidora de cerveza y no voy a bares. No obstante, no puedo negar que fue esa cultura callejera, ese tapeo, esa vida social lo que me sedujo -en parte, claro- de Madrid... y aquí sigo, casi 40 años después.
    Gracias por contarnos todo esto. ¿Nos vamos de cañas? ;)

    ResponderEliminar
  2. Gracias por la información.Me ha gustado y yo si soy consumidora moderada de cerveza.

    ResponderEliminar
  3. Enhorabuena, Almudena... dan ganas de bajar al bar... ja ja
    Efectivamente este ritual de ir de cañas es lo que más añoran los españoles cuando viajan, y aprecian los extranjeros que nos visitan. En los bares se conversa, hay una algarabía de fondo que te anima y se da la fusión de grupos en una misma conversación y la integración de solitarios en un grupo, tras haber intervenido con un comentario acertado o desafiante; en la barra se comparte comida, bebida y charla dándose una familiaridad entre desconocidos, difícil de lograr en otros ámbitos. ¡vivan los bares!

    ResponderEliminar
  4. Felicidades por tan magnífico artículo

    Solo una nota

    Dices "el norte prefirió la cerveza"

    No es que prefiriera, es que no le quedó más remedio, la viña no crece en el norte y menos en siglos anteriores con un clima más frio

    ResponderEliminar
  5. ¡Muy sugerente!! ¡¡Yo me apunto Elena!! Si puede ser a la Sureña, 5 botellines por 3 € resulta irresistible para estos tiempos y muy sano para compartir un ratito con los amigos. ¡¡¡Qué Vivan!!

    ResponderEliminar
  6. "Bares, qué lugares tan gratos para conversar" dicen los amigos de Gabinete... Mahou es mi religión, adoro la cerveza. Me encanta ir de tapeo, me fascina el ambiente de los bares, tanto en verano como en invierno, y cuando he vivido en el extranjero, en París sobre todo, lo he echado mucho a faltar. Olé el artículo, as always, pero este me ha llegado a "la Mahou".

    ResponderEliminar
  7. Nada como una cañita después de hacer deporte, o... De una noche loca... O... Con una buena tapita a mediodía... Gracias.

    ResponderEliminar