viernes, 13 de septiembre de 2013

La mordida profunda


Al hojear los libros modernos sobre etiqueta o modales en la mesa, llama la atención el que casi todos estén escritos en términos negativos: no hablar con la boca llena, no jugar con los cubiertos, no empezar hasta que todos estén servidos, no sorber la sopa… y un infinito número de etcéteras que a cualquiera que se interese por el tema le parecerán una aburrida lista de prohibiciones castradoras imposibles de recordar. No es raro que, vista así, la buena educación sea para algunos una cursilada o un esnobismo más propio de otras épocas que una forma útil de actuar en el mundo contemporáneo.
Sin embargo, las reglas de educación (aunque la palabra “etiqueta” se deba a un papel con ciertas normas de conducta que en la corte del Rey Sol se entregaba a los recién llegados para que supieran cómo actuar en Versalles), existen por algo. No son el capricho de unos cuantos poderosos para distinguirse de los demás, son la herramienta que nos permite relacionarnos dentro del grupo.
El mundo es hostil. Ni siquiera entre individuos de la misma especie se establecen inmediatos lazos de compañerismo o armonía. Los animales de una misma raza se olisquean, se rozan, se miran… y si no se gustan, atacan. A las personas nos pasa lo mismo. A pesar de que algunas estén en nuestros círculos, vistan de manera parecida o tengan las mismas aspiraciones que nosotros, el poder de la química animal hace que se produzca un rechazo o una atracción refleja que, por mucho que nos esforcemos en entender, nos supera. Quizá por eso el amor nos parece tan extraordinario, tan raro: porque muchas veces, la mayoría de ellas, pasa por encima de los convencionalismos, de las clases y de las normas y nos hace volver a nuestro estado primitivo y animal, sintiéndonos atraídos hacia personas que, al estudiarlas más detenidamente, libres de las pasiones, quizá deberíamos haber rechazado. A la larga, el instinto de supervivencia es más fuerte que el de reproducción.
Dibujo de manos con tenedores. Vincent Van Gogh
Desde que el hombre es hombre sabe que para establecer unas relaciones fructíferas necesita refrenar sus impulsos más primarios, que la sociedad se construye en base al contacto interpersonal. Los seres humanos nos necesitamos, tanto si nos gustamos como si no, y para superar los impedimentos de las primeras reacciones hemos creado unas normas de educación que nos facilitan el trato. Este código de comportamiento, estos modales, los de cualquier país o cualquier pueblo, descansan todos sobre un mismo principio: hay que ponerse en el lugar del prójimo y respetar los derechos de los demás. Sobre esta afirmación tan simple se erigen los cimientos de la urbe, la ciudad, de la que derivan tanto la palabra como el concepto mismo de urbanidad. 
Los modales de la mesa no constituyen una excepción a la primera regla, al derecho del prójimo. Y también son herederos directos de una serie de costumbres implantadas a lo largo de los siglos cuyo objetivo ha sido siempre el mismo: evitar a los demás lo desagradable que puede tener el hecho de alimentarse. A nadie le gusta ver comer a otro mientras él espera hambriento que llegue su propio plato; tampoco es divertido contemplar la comida a medio masticar en la boca del que se sienta enfrente,  que le escupan mientras hablan o que salten en su traje porciones de comida que se escapan de los cubiertos del que juega con ellos.
Las reglas de la mesa están en constante cambio; las herramientas, la manera de comer o incluso los platos que constituyen nuestro menú también viven en una permanente metamorfosis, en el todo fluye, nada permanece que sentenciara Heráclito hace más de dos mil años. Por ejemplo, algunas costumbres que eran prácticas habituales hace unos siglos (como lavarse las manos antes de sentarse a la mesa, tomar los espárragos con pinzas o pelar la fruta con cuchillo y tenedor) han desaparecido por inútiles. Otras, como apoyar en la cuchara el tenedor de los spaghetti para darle vueltas o tomar vino espumoso en una copa aflautada, son relativamente recientes. Y algunas, como no cortar el pan con cuchillo sino con la mano (un gesto mimético del que realizara Jesucristo a la hora de partir el pan en la última cena) permanecen inalterables desde entonces.
Comiendo con tres dedos de la mano
A la hora de comer siempre se han necesitado sólo tres dedos: corazón, índice y pulgar. Son los mismos que aún se utilizan en Asia y en África para tomar los alimentos con la mano, los que usan los chinos y japoneses para agarrar los palillos y aquellos con los que los occidentales sostienen sus cubiertos. Los cubiertos han higienizado el hecho de comer, lo han pulido, pero sólo si se utilizan como es debido. Agarrar un cuchillo como si fuera un puñal o limpiarse los dientes con el tenedor no sólo demuestra un absoluto desconocimiento de la norma europea, sino también un desprecio por los demás, lo que eleva la falta a descortesía internacional.
El uso de cubiertos no sólo ha modificado la manera occidental de sentarse a la mesa, sino también su propia anatomía. Hasta hace unos trescientos años, la carne se comía a mordiscos con la técnica de sujetar y cortar, es decir, cogiendo un trozo grande con la mano, llevándolo a la boca, sosteniéndolo con fuerza entre los dientes y arrancando un pedazo a base de tirar. Cuando la gente empezó a cortar los bocados en pedazos pequeños y a pincharlos con el tenedor antes de masticarlos, se remodeló la forma de la cavidad bucal, lo que produjo una paulatina desaparición de las muelas del juicio y cambió el modo de juntar los dientes, con los incisivos superiores ocultando los inferiores, en lo que se ha venido en llamar “mordida profunda”.
La manera de apretar los dientes es clave para definir aspectos como la pronunciación, el gesto o el carácter. En China, donde la mordida profunda apareció entre 800 y 1.000 años antes que en Occidente, hace muchos siglos que dejaron de trinchar los alimentos en la mesa. Prefieren trocearlos en la cocina y disponerlos en cuencos, listos para ser abrazados por los palillos, dos simples y elegantes varillas que son también la manera más delicada, la mordida menos profunda, de tomar un diminuto grano de arroz.

5 comentarios:

  1. Almudena,

    Magnífico!!!! Me ha gustado mucho... es algo sobre lo que hemos hablado tanto, me quedo con la frase "A la larga, el instinto de supervivencia es más fuerte que el de reproducción"

    Muchas gracias por la entrega,

    María

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  2. Nunca había oído hablar de "la mordida profunda" pero ahora que lo leo veo que la lógica es aplastante. La función hace al órgano. Fascinante, me recuerda que las cuerdas vocales (o la morfología de la cavidad bucal) determinan la pronunciación de un idioma. Y eso se moldea.
    Tampoco había caído en que los "NO" marquen la pauta de la buena educación... :)
    Gracias por esta perla... :)

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  3. Magnifico!! impresionante en su sencillez. Podría salir en la prensa de hoy y nos sorprendería a todos. Se te ve en primera persona del singular, enhorabuena, sigue así, cada vez mejor...

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  4. Interesantísimo, Almudena. Es para leerlo varias veces. Además me gusta mucho como lo has tratado y las extensiones antropológicas y anatómicas que has incluido. Precisamente en cuanto a estas últimas haría una muy pequeña y puntual matización. Es en lo tocante a la muela del juicio. Hoy día, para unos grupos humanos más que para otros, es un rasgo vestigial de un pasado remoto. A lo que voy; parece ser que el inicio de la desaparición de esta muela es muy anterior al uso de cubiertos. Se remontaría quizás al inicio del tratamiento de los alimentos al fuego y la consecuente pérdida de dureza y necesidad de ese tercer molar. Incluso quizás antes, a partir del "momento" en que nuestros ancestros remotísimos dejarán de ser estrictamente herbívoros y por tanto disminuyese la necesidad de ese molar para triturar duros vegetales ingeridos sin el menor tratamiento. Digamos que hemos ido perdiendo el diastema retromolar, es decir, el espacio en el cual se insertaba de toda la vida de dios la muela del juicio. Y ya para terminar con las implicaciones, ese acortamiento de la mandíbula estaría relacionado con la reducción del prognatismo mesofacial y más en general con el rediseño del esqueleto craneal que le comía terreno al potente aparato masticador de los primeros homínidos para dárselo a una cavidad craneana mayor y por tanto a un cerebro más voluminoso.
    Enhorabuena de nuevo.

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