viernes, 20 de diciembre de 2013

La noche más vieja del año

Andy Warhol, Bianca Jagger y Liza Minelli, entre otros, celebran la Nochevieja de 1978 en Studio 54, NY.
Los latinos eran un pueblo que hace miles de años habitaba la región del Lacio, en la costa central de la península itálica. Para medir el tiempo seguían los ciclos de la luna. Su año tenía sólo diez meses: comenzaba en marzo, Martium, dedicado a Marte, el dios guerrero, y en su primer día, al que llamaban calendas, llamadas, elegían a los pretores y recaudaban los tributos a voz en grito para anunciar así un futuro brillante y luminoso. A Martium le seguían April (del latín aperire, abrir, por la primavera), Maium (por la diosa Maia), Junium (por Juno), Quintil (quinto), Sextil (sexto), September (séptimo), October (octavo), November (noveno) y December (décimo). Con este sistema el año quedaba siempre corto respecto a las estaciones y al movimiento del sol y, para evitarlo, los pontífices, encargados de construir los puentes y de llevar la cuenta de los meses, sumaban a su voluntad, de vez en cuando, unos días a las calendas en un libro que llamaban calendarium.
Este método era muy poco científico y nada práctico. En el siglo VII aC Numa Pompilio, segundo rey de Roma, trató de hacer un calendario más riguroso siguiendo el ciclo de las estaciones solares y añadió al año dos meses más, Ianuarium, (dedicado a Jano, mes 11) y Februarium (de februare, purificar, mes 12). Jano era su dios favorito; la figura de las dos caras opuestas que mira a la vez al pasado y al futuro, la que recuerda que todo final es también un comienzo. No tiene equivalente en la mitología griega y es una especie de mito cultural indoeuropeo al que se atribuye, entre otras cosas, la invención del dinero y de las leyes. Ianuarium, enero, gennaio o january es, pues, la puerta, el principio y la entrada, el momento crucial del paso, el tránsito entre lo que se fue y lo que llega, lo hecho y lo que está por hacer. 
El dios Jano
Un siglo y medio antes del nacimiento de Cristo, ya en tiempos de la República, Roma acordó llamar a los cónsules dos meses antes del comienzo de las campañas militares y fijó el principio del año en las calendas de Ianuarium. Ovidio, en el siglo I, explicaba en sus Fastos los ritos a seguir para invocar al dios: "Tú que tienes dos caras y el año empiezas en silencio, único entre los espíritus que ve detrás…"  En su templo, cuyas puertas permanecían abiertas mientras Roma estuviera en guerra, el sacerdote ofrecía cebada, sal y una torta de queso, harina, huevos y aceite preparada en el horno. Las familias se hacían visitas y comían miel, dátiles e higos: "Que el sabor pueda pasar en las cosas; y el año, dulce como empezó pueda continuar", pedían. Intercambiaban ramitos de laurel que auguraban fortuna y felicidad y pequeñas bolsas con lentejas, que simbolizaban monedas. Al día siguiente, en las calendas, nadie descansaba, todos desarrollaban su oficio habitual. "He consagrado al trabajo el año que ahora empieza", había sentenciado el propio Jano, "de manera que el año entero no sea ocio."
Cuando en el año 46 aC el calendario romano alcanzó un desfase de unos tres meses respecto a las estaciones del sol, el entonces emperador Julio César tuvo que tomar cartas en el asunto. Las predicciones no se cumplían y el cálculo exacto de los días del año, con sus condiciones atmosféricas, era fundamental para el éxito de las campañas militares. Fue entonces cuando encargó a Sosígenes, un prestigioso astrónomo griego establecido en Alejandría, Egipto, que hiciera un calendario nuevo. Sosígenes se despreocupó de la Luna y ajustó la duración de los meses al ciclo solar, tal como hacían los egipcios. Con relojes rudimentarios, de sol, de arena, de agua, de incienso o de velas, estableció el tiempo total del año en 365,25 días y seis horas y cada cuatro años intercaló un día extra, entre el 25 y el 24 de febrero al que, por ser el 24 el sexto día antes de las calendas de marzo, llamó bis sextus, bisiesto.

Este cálculo, sorprendentemente preciso para la época, fue la base del calendario juliano que desde entonces midió el tiempo en el imperio de Roma. Los romanos no olvidaron el esfuerzo de Julio César por poner orden en el caos y llamaron Iulius al mes Quintil, en su honor. 
Pero los cálculos de Sosígenes no eran completamente exactos. Había una diferencia de 11 minutos y 9 segundos al año, algo menos de un segundo por día, respecto a los cálculos actuales. La Iglesia ya lo advirtió cuando adoptó este calendario en el Concilio de Nicea en el 325, pero no hizo nada. Se limitó a establecer la semana laboral, basándose en los astros que se podían observar desde la tierra, Luna, Marte, Mercurio, Júpiter y Venus; pasó el sábado al sexto día y convirtió al séptimo, el día del sol romano, en el día de descanso. El Sunday (día del Sol), posteriormente se transformaría en el domingo, día del Señor. La Iglesia dio también a los días nombres de santos patronos y la gente se acostumbró a recordar las fechas por su onomástica.  
La noche de San Silvestre, el 31 de diciembre, fue siempre una fiesta. El año oficial no comenzaba ningún día en concreto, cada pueblo y cada nación seguía su propio calendario, unos empezaban el 25 de diciembre, al estilo de la Navidad; otros el 25 de marzo, al estilo de la Encarnación. La Iglesia en Pascua, sin fecha fija. Pero fuera cuando fuera el inicio del año laboral, la Nochevieja del 31 era siempre una fecha especial en la que se daba un baile de cifras y el mundo cantaba, bailaba, comía y bebía sin adorar a ningún dios pero celebrando el fin de un ciclo y el comienzo de otro. Era la noche de las visitas, las felicitaciones, las predicciones y los augurios.
A finales del XVI, el calendario juliano marcaba ya once minutos de error; pero los conocimientos, después de mil años, volvían a estar al nivel de los antiguos. Los descubrimientos demostraban que la tierra era redonda y que los planetas giraban alrededor de sí mismos y de otros que, a su vez, orbitaban alrededor del sol. Los nuevos avances permitieron a Gregorio XIII hacer una importante reforma y establecer el calendario gregoriano, vigente hasta hoy, en el que el año tiene una duración de 365,2425 días, en lugar de los 365,25 de Sosígenes.
Cuadrar los calendarios en los distintos países no fue tarea fácil. España no lo consiguió hasta el siglo XVII y en Inglaterra hasta 1752. Lord Chesterfield, promotor de las reformas en las islas, tuvo que  suprimir los meses de enero, febrero y veinticuatro más días del año 1751, y once días de 1752. Así, en 1752 el miércoles 2 septiembre fue seguido por el jueves 14 de septiembre. Chesterfield aguantó con flema británica a los ingleses que reclamaban sus días.
Amanece un nuevo año en el mundo
Las cortes europeas celebraban la Nochevieja bailando. En el XVIII, la moda era el cotillón, una contradanza francesa por parejas de a cuatro en la que los participantes se juntaban para presentarse en sociedad y coqueteaban en el suave cruce de los pasos. A lo largo del siglo siguiente el cotillón se transformó en otros bailes más complejos y el nombre redujo su significado a una bolsita con confeti, gorritos, máscaras, serpentinas y matasuegras que se entrega en España en las fiestas de fin de año. Porque la Nochevieja fue siempre una celebración ruidosa y pagana. Probablemente desde que en la Edad Media comenzaron a verse los primeros relojes en las torres de las iglesias, los vecinos de los pueblos y aldeas se reunían para celebrar ese instante, ese presente, volátil y efímero que separaba un pasado infinito de un futuro infinito. Antes tomaban algo, pero no era aquella una tranquila cena familiar, sino más bien un aperitivo informal antes de salir a la calle para dar la bienvenida al nuevo año y compartir la alegría y las esperanzas con los demás. Desde finales del siglo XIX los madrileños acompañaron con uvas cada campanada que sonaba desde el reloj de la Puerta del Sol. 
A finales de esa centuria, ya establecido el sistema métrico decimal, delegados de 25 países acordaron adoptar el meridiano de Greenwich, al sur de Londres, como referencia internacional y fijar los parámetros del día universal, que comienza a medianoche, hora solar en Greenwich, y dura 24 horas. Promovieron los estudios técnicos necesarios para regular y aplicar el sistema a la división del tiempo y el espacio y establecieron los horarios de los países en base a su situación exacta en el planeta.
Desde entonces el mundo entero celebra el mismo día, el 31 de diciembre, el cambio de calendario, en una ceremonia que comienza en un lejano archipiélago del pacífico, en la isla de Navidad y avanza siempre hacia el este para terminar unos pocos atolones más lejos del principio, en otro archipiélago, cercano en kilómetros pero separado por el tiempo, a un día entero de distancia. Así, poco a poco, el nuevo año asoma la cabeza mientras los habitantes del planeta, de cualquier religión o país, miran sus relojes. En Japón los templos budistas hacen sonar las campanas 108 veces para dejar que vuelen las aflicciones y lanzan globos al espacio llenos de buenos deseos. En la India bailan al son de las estrellas de Bollywood. Los rusos contienen la respiración cuando el reloj del Kremlin marca las doce. En Inglaterra se fijan en el Big Ben, Nueva York saluda desde Times Square, México desde el Zócalo. En el hemisferio sur se bañan en la playa o hacen surf abrazados por las olas. 
El padre Tiempo
El 31 es la cifra que cierra una etapa y abre otra, la que señala que las alegrías y los problemas pasados no se repetirán ni serán los mismos. Con la vista puesta en el futuro los seres humanos festejan y escuchan las predicciones. Saturno, el dios de la agricultura y la cosecha, el de las barbas blancas y largos cabellos, el que siempre llevaba una hoz en la mano, el de los Saturnales, se ha fusionado con Crono, uno de los Titanes primigenios y se ha convertido en el Padre Tiempo, ese Tiempo que transcurre implacable y renace cada 1 de enero, el vigilante al que las desventuras cavan surcos en el rostro, el que encanece sus cabellos abrumado por las dificultades cotidianas, el que con el paso de los días, las semanas y los meses envejece un poco y llega a diciembre encorvado por el peso de la vida para reaparecer segundos después convertido de nuevo en un bebé, en un niño que se hará hombre con las responsabilidades y la lucha y llegará a viejo el 31 de diciembre, momento en que anunciará, una vez más, que el año ha llegado al fin. 

3 comentarios:

  1. Me quedo de nuevo impresionada con todo lo que aprendo leyendo este blog. De hecho me siento pequeña leyendo todo esto. De nuevo gracias por deleitarnos tanto. Creo sinceramente que todas estas entradas merecen la publicación de un libro, no solo para disfrutarlo en casa leyendo y releyendo, sino también para regalar cultura, que mucha falta hace. Felices Fiestas querida amiga, y lo mejor para este año nuevo que empieza en breve, deseando estoy ver al Padre del Tiempo convertido en un chiquillo.

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  2. Prefiero la Nochebuena, además nunca me tomo las uvas, y encima no puedo brindar con cava por p.. prescripción médica. Pero a partir de ahora, prometo valorar más la fiesta gracias a tí.

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  3. Fascinante.
    Cada renglón es imprescindible y me encanta como, una vez más, llevas las anécdotas a converger en una gran realidad.
    Y dices: "Saturno...se ha fusionado con Crono, uno de los Titanes primigenios y se ha convertido en el Padre Tiempo, ese Tiempo que transcurre implacable y renace cada 1 de enero, el vigilante al que las desventuras cavan surcos en el rostro, el que encanece sus cabellos abrumado por las dificultades cotidianas, el que con el paso de los días, las semanas y los meses envejece un poco y llega a diciembre encorvado por el peso de la vida para reaparecer segundos después convertido de nuevo en un bebé, en un niño que se hará hombre con las responsabilidades y la lucha y llegará a viejo el 31 de diciembre, momento en que anunciará, una vez más, que el año ha llegado al fin".
    Gracias una vez más... :)

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