viernes, 13 de diciembre de 2013

La Navidad de la discordia


El Christmas Pudding, una de las más antiguas tradiciones inglesas
No todos los romanos disfrutaban con los Saturnales. Eran las fiestas del brillo, el ruido y el desenfreno. Los árboles de hojas perenne y siempre viva resplandecían iluminados con velas, las casas se llenaban de plantas, musgo, nueces y manzanas. Había convites para degustar los mejores manjares y muchas, muchas fiestas. Unas públicas; otras, privadas; otras, familiares. La Saturnalia no sólo traía la luz en tiempos de oscuridad, además generaba reuniones entre los mayores e ilusión entre los niños. 
Una de las celebraciones más populares era la Sigillaria, dedicada a los lares, los dioses protectores del hogar. En cada casa había un larario, un altar o una peana donde colocaban imágenes simbólicas de los que ya no estaban, de un familiar, un amigo o de un líder al que no querían olvidar. Cada uno de ellos era un sigillum, una figurita de cera, madera, terracota o piedra con un gran valor sentimental.  
La noche antes de la Sigillaria, los romanos intercambiaban los sigilla de los muertos ese año. Después, los niños de cada familia colocaban las estatuillas en un entorno bucólico, un jardín o una casita en miniatura y, reunidos ante esta escena, invocaban la protección de sus abuelos y bisabuelos, a los que dejaban unos cuencos con comida y vino. A la mañana siguiente, en lugar de los cuencos, encontraban regalos traídos por sus antepasados. La mayoría eran figuritas de cera o terracota hechas especialmente para ellos, pero también podían ser velas u objetos de broma. Cátulo recibió una vez un libro de ripios escrito por "El poeta más malo de todos los tiempos". Marcial hablaba de tablillas para escribir, dados, tabas, huchas, peines, mondadientes, un sombrero, un cuchillo de caza, un hacha, lámparas, pelotas, perfumes, pipas, un cerdo, salchichas, un loro, mesas, copas, cucharas, ropa, estatuas, máscaras, libros y mascotas. Los patrones daban un aguinaldo (sigillaricium) a sus empleados para ayudarles a comprar regalos, que podían llegar a ser muy caros: un esclavo o un animal exótico. Pero no a todos les gustaban los Saturnales. Algunos romanos como Plinio o Séneca huían de la ciudad y buscaban refugio en el campo, lejos del estruendo y de las masas.
Saturnalia en Budapest (2012)
Cuando en el siglo IV la Saturnalia se convirtió en Navidad, los obispos y padres de la Iglesia mantuvieron sus colores característicos, verde, rojo y oro, como símbolos de la vida eterna y la luz del mundo, pero cristianizaron a sus protagonistas. Los lares y sigilla se convirtieron en santos y patronos. Los templos se hicieron iglesias. Y los Reyes Magos y San Nicolás sustituyeron a los antepasados para llevar juguetes y sorpresas a los niños. Pero aún así no a todos les gustaban las Navidades. Muchos decían que eran hijas de los Saturnales, la fiesta pagana por la que Roma se había perdido envuelta en orgías, el símbolo del desenfreno y la decadencia que habían arruinado al imperio. 
Roma se hundió en la guerra contra los bárbaros, contra los arrianos y contra sí misma y se dividió. Cuando se cortaron las vías de comunicación entre nórdicos y mediterráneos cada pueblo siguió adelante con sus costumbres más antiguas. En el norte dejaron de beber vino y de tomar pan de trigo y volvieron a la cerveza y a la cebada. Pero mantuvieron la costumbre de iluminar los árboles de hoja perenne durante la Navidad. Era así como hacían frente a la oscuridad del solsticio de invierno, una tradición más antigua que los propios romanos, seguida ya por los pueblos celtas. Además, en el Norte, la oscuridad del invierno se alargaba siempre más.
En Italia y en los países mediterráneos prefirieron centrarse en el Nacimiento, heredero directo de las imágenes que los niños agrupaban en la fiesta de los lares. Ya hay representaciones de la Virgen y el Niño en las catacumbas de los primeros cristianos, pero dicen que fue en Nochebuena de 1223 cuando el belén vivió su primera escenificación pública. Aquel día, en una cueva próxima a la ermita de Graccio, en Italia, Francisco de Asís celebró una misa de gallo utilizando un pesebre como altar junto a una mula y un buey. El santo explicó el Evangelio y habló sobre el nacimiento de Cristo, el hijo de Dios, ocurrido en circunstancias tan humildes como las que en aquel momento se producían: una fría noche de invierno, en el interior de una cueva, resguardados en un establo de animales que calentaban al Niño con su aliento. Habló de humildad, de pobreza, de simplicidad. Causó tanta emoción entre los asistentes, que uno de ellos, dijo haber visto un hermoso niño dormido en el pesebre. Y cómo San Francisco lo acunaba entre sus brazos.
Belén napolitano. Siglo XVIII (Detalle)
No tuvo que pasar mucho tiempo para que proliferaran en las iglesias los belenes con figuras de terracota, cera o madera. Al principio eran sólo de cinco personajes: María, José, el Niño, la mula y el buey; pero poco a poco se incorporaron otros nuevos siguiendo los motivos que los pintores reflejaban en sus obras. Primero fueron los Reyes Magos, después, los ángeles y los pastores. En el siglo XVI ya había nacimientos muy elaborados, realizados por artistas de prestigio. Unos con figuras rígidas, otros, con muñecos articulados hechos con sofisticados armazones de madera y alambre, con los pies, las manos y la cabeza en terracota, imágenes para vestir y desvestir. Los nobles siguieron el ejemplo de la iglesia y empezaron a colocarlos en sus castillos y palacios. En el Reino de Nápoles, sobre todo, el presepe se convirtió en el orgullo de las familias más poderosas, que se hacían construir vitrinas a medida para poder contemplarlos todo el año y mostrarlos a las visitas. Las figuras se atesoraban como piezas preciosas que pasaban de generación en generación.
Pero no a todos les gustaban las Navidades. Ya fuera alrededor del árbol o cerca del nacimiento, era el tiempo del exceso. En este sentido nada había cambiado desde los Saturnales. Todos vestían sus mejores galas y comían en una mesa abundante, bebían mucho vino y cantaban. En los castillos medievales hacían escenografías y entremeses como el de la cabeza de jabalí con una manzana en la boca, llevada bajo palio entre músicos y actores. En las Iglesias brillaban las más delicadas piezas de orfebrería y sonaban los oratorios más espléndidos. Los palacios rivalizaban por dar los mejores banquetes. Sobre el mantel aparecían la plata y el oro, las carnes de caza y los dulces típicos. Por mucho que la iglesia hablara de humildad y de pobreza, la Navidad era el momento perfecto para la ostentación, el marco ideal para marcar las diferencias sociales.
Feliz Navidad  Viggo Johansen (1851-1935)
Los ataques fueron especialmente efectivos durante el Renacimiento. Los protestantes se hacían preguntas sobre la espiritualidad y el origen de la fiesta. ¿Era ese el mensaje de Cristo? ¿Y los pobres, los enfermos o los que estaban solos? Los cristianos trataban de aliviar sus conciencias haciendo donativos o invitando a los demás a su mesa. Y los regalos seguían iluminando las caras de los niños envueltos en la magia. 
Cuando los protestantes se enfrentaron definitivamente a la Iglesia Católica barrieron sus ritos, sus símbolos y ceremonias. Rechazaron la veneración de los santos, el lujo entre el clero, el comercio de reliquias y de bulas y la mayoría de las fiestas. Decían que la Navidad era una “Trampa de los papistas" y la calificaron de "Garras de la bestia". Pero la mayor parte de los cristianos la defendía. Los obispos, también. No iban a renunciar a una de sus fiestas más populares, sobre todo después del Concilio de Trento, si la Iglesia había decidido que la mejor manera de combatir la herejía era mediante el arte. Pocos momentos ha habido más sublimes en la historia de la creación europea como el generado por la Contrarreforma, cuando en los siglos XVII y XVIII, los mejores músicos, pintores, escritores y arquitectos dedicaron sus recursos y sus esfuerzos a alabar a Dios.
Los protestantes anglicanos eran especialmente contrarios a las Navidades. Cromwell llegó a prohibirlas al llegar al poder tras decapitar a Carlos I. Pero el pueblo, que las disfrutaba, no estaba de acuerdo con medidas tan drásticas. Hubo muchos motines y en Canterbury, sede del arzobispado, pintaron las puertas con eslóganes religiosos navideños. Eran unas fechas queridas en todos los estratos sociales. A pesar de su brillo y de su pompa la Navidad no era sólo para ricos, sino para todos. Nobles y plebeyos, señores y siervos disfrutaban al comer, beber, cantar y bailar. Todos participaban en los juegos, las escenografías o intercambiando regalos. Les gustaba decorar sus casas con ramas de abeto, muérdago y acebo. Si los poderosos oían oratorios y comían faisán, los pobres cantaban villancicos y probaban el mazapán. Los señores hacían regalos a los siervos, los patrones a los empleados. Ya fuera el 24 o el 25, el día de Reyes o el de fin de año, la mayoría de los adultos y casi todos los niños recibían algo. Y ya fuera con una cuchara de madera o con una delicada obra de arte, mantenían viva la ilusión.
La Navidad volvió a ser legal en el Reino Unido cuando Carlos II restauró la monarquía en 1660, pero aún así no gozó del beneplácito de los protestantes más ortodoxos. Este fue el tipo de colonos que llegaron a Nueva Inglaterra en el Mayflower, emigrantes puritanos que la prohibieron en Boston entre 1659 y 1681. Durante la guerra de la independencia tampoco gozó de muy buena prensa: era una costumbre inglesa que había que tratar de olvidar a toda costa.
Mesa navideña
Pero en la mayoría de los países cristianos, ya fueran anglicanos, luteranos, calvinistas o evangélicos, las Navidades seguían celebrándose. En los países nórdicos, los adornos del árbol pasaban de generación en generación como en el sur los personajes del belén. En el siglo XVIII, en Bologna, se creó el primer mercadillo navideño, tradición que se mantiene hoy. Aparecieron las características propias de los distintos nacimientos: el boloñés, el provenzal, el catalán. Cada región incorporaba sus personajes, buenos y malos, ricos y pobres. En unos lugares la casa era una iglesia, en otras una gruta, un establo en la de más allá. 
La industrialización del XIX fue un factor primordial para revitalizar la Navidad en el mundo anglosajón. Las máquinas podían fabricar muchas cosas, y era un período de ventas que el mercado no desperdiciaría. Había música de Navidad, cuentos de Navidad, decoración de Navidad, teatro de Navidad, fiestas de Navidad y comida de Navidad. En el Reino Unido, donde no gozaba de muy buena fama, revivió gracias a los escritores románticos, sobre todo a Charles Dickens que en su Cuento de Navidad hacía de su personaje principal, Scrooge, un icono del viejo cascarrabias misántropo y antinavideño, que se salvaba gracias a haberse visto a sí mismo a través de los ojos de los demás. En las casas comenzaron a mezclarse las tradiciones. Los árboles llegaron a los pueblos del sur y los belenes a los del norte. En muchas casas había regalos dos días, unos traídos por Papá Noel, otros por los Reyes Magos. Los hogares organizaban fiestas, bailes y reuniones. 
No existen tradiciones navideñas concretas. Cada casa sigue las costumbres de su país, su región y, sobre todo, su familia. Se come besugo, cordero, cochinillo, pavo, pularda, marisco... cualquier cosa que se considere especial o extraordinaria. Cada región tiene sus dulces propios: panettone, turrón, Christmas PuddingHexenhäuserl. La mesa se viste de gala: reaparecen las vajillas heredadas, las cuberterías de plata y las servilletas de hilo. Unos prefieren cenar en Nochebuena, otros comer en Navidad. Los de aquí reciben los regalos el 24, los de allá el 25, unos salen en Nochevieja, otros esperan a los Reyes, otros a las Posadas. Hay incluso quien es devoto de los Santos Inocentes, cuando cualquier broma está permitida. Las fiestas se suceden envueltas en los colores eternos, verde, rojo y oro, los mismos de los Saturnales.
Pero algunos están solos, han perdido a los suyos, no pueden comprar regalos ni comida o solo huyen de las masas. Esos, que pueden encontrase en la mayor de las soledades envueltos en la multitud, pueden también celebrar su Navidad más hermosa, inmersos en sí mismos, haciendo con su tiempo lo que quieran. Pero la magia no se perderá nunca. Aunque no haya regalos, dinero o compañía hace falta muy poco para hacer de un simple día un día especial. Porque, como decía una niña flacucha en Tanzania al ser entrevistada por la prensa: "Mi madre nos pone ropa bonita y nos hace una comida muy buena. La Navidad me gusta mucho."

6 comentarios:

  1. Precioso, como es habitual.
    Muy acertado ene ste caso el título... :)
    Gracias por esto

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  2. ¡Delicioso!
    ¿Qué son las Posadas?

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  3. No podemos hacer justicia en pocas palabras a tan extenso profundo y concienzudamente trabajado artículo. Seguro que los amigos que me preceden en los comentarios estarán de acuerdo. Como siempre, un placer.

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  4. Eres genial, Almudena. Sigue escribiendo y deleitándonos con este blog, por favor. Isabel R.

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  5. Otra vez te digo: muy bueno. Me gusta mucho como escribes y los temas que tocas. Sigue deleitándonos con tus escritos. Un beso muy fuerte.

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