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viernes, 7 de junio de 2013

El simposio de Sócrates

El banquete de Platón. Anselm Feuerbach (1829-1880)
“Sólo se desea lo que no se tiene”, filosofó Sócrates parado en plena calle ateniense mientras miraba fijamente al suelo. Llevaba así un par de minutos. Se dirigía al simposio de Agatón, un poeta de la ciudad, joven, muy joven -aún no había cumplido los treinta años-, tan célebre por su talento como por sus encantos que, aquel año, el 416 aC, había ganado las competiciones dramáticas de Leneas. Desde el día anterior lo celebraban en su casa; él estaba invitado a aquel banquete. Agatón le gustaba mucho, pero Sócrates era consciente de que el poeta tenía desde hacía años un amante fijo, Pausanias, algo mayor, que se hallaría presente en la fiesta. Sabía también que no estarían solos. Asistirían Erixímaco, el médico;  Aristófanes, el comediógrafo, y el joven Fedro, el hijo de Picocles. Sócrates se debatía entre ir o no. Por si acaso, aquella tarde y en contra de sus costumbres, se había calzado y vestido con sus mejores galas antes de salir hacia la casa de Agatón dudando, dudando siempre y deteniéndose a cada paso. 
Cuando se encontró con su amigo Aristodemo, vio el cielo abierto y le pidió que le acompañara.  Aristodemo, al principio, se negó diciendo que no tenía invitación, pero la persuasión socrática pudo más que su negativa y juntos emprendieron camino. Poco a poco, Sócrates se fue quedando rezagado. Ya estaban todos en casa de Agatón y Sócrates seguía sin aparecer.
—Esclavo —dijo Agatón—, ve a ver dónde está Sócrates y tráelo aquí. Y tú, Aristodemo, siéntate al lado de Erixímaco. Esclavo, lávale los pies para que pueda ocupar su puesto.
Otro esclavo anunció que había encontrado a Sócrates de pié en el umbral de la casa próxima y que, aunque le había invitado, no había querido entrar.
—¡Qué cosa más rara! —dijo Agatón—. Vuelve y no le dejes hasta que entre. Ahora, vosotros, esclavos, servidnos. Traed lo que queráis, como si no recibierais órdenes de nadie, porque ese es un cuidado que jamás he querido tomarme. Vednos, lo mismo a mí que a mis amigos, como si fuéramos huéspedes convidados por vosotros. Portaos lo mejor posible, que va en ello vuestro crédito.
Sócrates
Comenzaron a comer. Sócrates no llegaba y Agatón pedía a cada instante que fueran a buscarlo. Iban ya por la mitad cuando por fin entró. Agatón, solo y reclinado en el extremo de la mesa, le invitó a sentarse a su lado.
—Ven, Sócrates, permite que esté muy próximo a ti y sea partícipe de los magníficos pensamientos que acabas de descubrir, porque seguro que has encontrado lo que buscabas. De otra manera no habrías cruzado el dintel de la puerta.
Sócrates se sentó. Acabaron de comer, hicieron las libaciones, cantaron un himno en honor del dios y tras las ceremonias acostumbradas llegó el momento de beber.
—Por mi parte, me siento todavía mal a resultas de los excesos de ayer y necesito respirar un poco —explicó Pausanias—. Supongo que la mayor parte de vosotros estaréis en la misma situación. Optemos pues, por beber moderadamente.
—Opino que hay que despedir a la flautista —dijo Erixímaco—. Que vaya a tocar para sí o, si lo prefiere, para las mujeres allá en el interior. En cuanto a nosotros, creedme, entablaremos alguna conversación general, y hasta os propondré el asunto, si os parece bien. 
Todos aplaudieron la idea y se propusieron entrar en materia y conversar con tranquilidad. Fedro tomó la palabra. Habló como un joven cuyas pasiones se han purificado con el estudio de la filosofía. Siguió Pausanias, expresándose con la voz de un hombre maduro al que la edad y la experiencia han enseñado lo que no sabe la juventud. Cuando le tocó el turno a Aristófanes, sufrió un ataque de hipo, pidió a Erixímaco que le explicara cómo pararlo y le rogó que hablara en su lugar. 
— Hablaré en tu lugar y tú hablarás en el mío cuando el mal haya pasado y será pronto si contienes un rato la respiración. Si no pasa, tendrás que hacer gárgaras con agua. Si el hipo es demasiado violento, coge cualquiera cosa y hazte cosquillas en la nariz. Seguirá un estornudo, y si lo repites una o dos veces, el hipo cesará, seguro, por violento que sea.
El discurso de Eriximaco fue el de un médico experimentado. Por fin se explayó Aristófanes, recuperado del hipo. Narró su cuento como un poeta cómico, fueron pensamientos profundos bajo una forma festiva. Le llegó el turno a Agatón, que actuó como el gran poeta que era. Sócrates no pudo contenerse y estalló en alabanzas dialécticas. Era su turno, evocó entonces una conversación mantenida con una vieja amiga, Diótima. Hubo también fuertes aplausos. 
Cuando Aristófanes iba hacer unas observaciones se oyeron ruidos en la puerta de entrada, golpes insistentes, voces de jóvenes ebrios y de la flautista.
Ritón,, Grecia s. IV aC
—Esclavos —gritó Agatón—, id a ver quién es. Si es algún amigo nuestro, decidle que pase y si no, que hemos cesado de beber y que estamos descansando.
Al poco oyeron en el patio la voz de Alcibíades. Alcíbiades, el guerrero, el general, el atleta, el hermoso. Alcíbiades, que amaba a Sócrates, aunque ahora éste le rechazaba. Alcíbiades, borracho y gritando:
—¿Donde está Agatón? ¡Llevadme cerca de Agatón!
La flautista y algunos más le acercaron por los brazos a la puerta de la sala. Adornaba su cabeza con una corona de violetas y hiedra con numerosas guirnaldas. Al llegar se detuvo en seco.
—Amigos, ¡os saludo!— dijo—. ¿Queréis admitir en vuestra mesa a un hombre que ha bebido ya de sobra? ¿O nos marcharemos tras coronar a Agatón, que es el objeto de nuestra visita? Me fue imposible venir ayer, pero heme aquí ahora, con guirnaldas en la cabeza, para ceñir con ellas la frente del más sabio y más bello de los hombres, si me permitís que os lo diga. ¿Os reís de mí porque estoy borracho? Reíd cuanto queráis, sé que digo la verdad. Pero, vamos, responded: ¿Entraré en estas condiciones o no entraré? ¿Beberéis conmigo o no?
Por todas partes se oyeron gritos.
—¡Que entre! ¡Que tome asiento!
El propio Agatón le llamó y Alcibíades se adelantó llevado por sus compañeros. Se quitó las guirnaldas, y coronó a Agatón; Sócrates le hizo sitio pero Alcíbiades no le vio. Al tomar asiento, abrazó a Agatón y exclamó:
—¡Por Heracles! ¿Qué es esto? ¡Qué! ¡Sócrates! Te veo aquí sorprendiéndome, según tu costumbre, surgiendo de repente cuando menos lo esperababa. ¿Qué has venido a hacer aquí hoy? ¿Por qué ocupas este lugar? ¿Cómo, en vez de ponerte al lado de Aristófanes o de cualquier otro complaciente contigo o que trata de serlo, has sabido colocarte tan bien que te encuentro junto al más hermoso de la reunión?
—Imploro tu socorro, Agatón —dijo Sócrates—, el amor de este hombre me resulta embarazoso. Desde la época en que comencé a amarlo no puedo mirar ni conversar con ningún joven, sin que, picado y celoso, se entregue a excesos increíbles, llenándome de injurias. Así que ten cuidado no sea que se deje llevar por un arrebato de este género. Procura asegurar mi tranquilidad, o protégeme si trata de llegar a la violencia, porque temo a su amor y a sus celos furiosos.
—No habrá paz entre nosotros —dijo Alcibíades—, pero ya me vengaré en otra ocasión más oportuna. Ahora, Agatón, alárgame una de tus guirnaldas para ceñir con ella la cabeza maravillosa de este hombre. No quiero que me eche en cara que no le he coronado como a ti, siendo un hombre que, tratándose de discursos, triunfa en todo el mundo, no sólo en una ocasión, como tú ayer, sino en todas. 
Mientras se explicaba, tomó algunas guirnaldas, coronó a Sócrates y se sentó en el escaño. 
Alcibíades
—Y bien, amigos míos, ¿qué hacemos? Me parecéis excesivamente comedidos y no puedo consentirlo. Hay que beber porque ese es el trato que hemos hecho. Me nombro a mí mismo rey de la fiesta hasta que hayáis bebido como es menester. Agatón: que me traigan alguna copa grande si la tenéis; y si no, esclavo, dame ese vaso que está allí, porque en ese vaso caben más de ocho ritones.
Después de hacerlo llenar, bebió primero y luego lo hizo llenar para Sócrates, diciendo:
— Que no se diga que hay maldad en lo que hago, porque Sócrates puede beber cuanto quiera y jamás se le verá ebrio.
Alcíbiades habló de Sócrates. Le comparó con Marsias, el sátiro que encantaba a los hombres con su melodía, el mismo efecto tenían sus palabras en quienes lo escuchaban. Al terminar, Sócrates replicó:
—Supongo que hoy has hablado poco Alcibíades, de otro modo no habrías ocultado el verdadero fondo de tu discurso con un largo rodeo de palabras. Tu único objeto era enfrentarnos a Agatón y a mí, porque pretendes que debo amarte y no amar a ningún otro. Pero tu artificio no nos ha cegado, hemos visto claramente a dónde iba la fábula de sátiros y silenos. Así que, mi querido Agatón, opongámonos a sus intenciones y hagamos que nadie pueda separarnos.
Pausanias observaba la escena estoicamente.
—Es verdad —dijo Agatón—, creo que tienes razón, Sócrates. Estoy seguro de que se ha colocado entre tú y yo sólo para separarnos. Pero no ha ganado nada, porque ahora mismo voy a ponerme a tu lado.
—Muy bien—, replicó Sócrates—. Ven aquí, a mi derecha.
—¡Oh, Zeus! —exclamó Alcibíades—. ¡Cuánto me hace sufrir este hombre! Se cree con derecho a ofenderme en todo. Permite, por lo menos, maravilloso Sócrates, que Agatón se coloque entre nosotros dos.
—Imposible —dijo Sócrates—. Porque tú acabas de elogiarme y ahora me toca a mí ensalzar al de mi  derecha. Si Agatón se pone a mi izquierda, no lo hará antes que lo haya hecho yo. Deja que venga este joven, mi querido Alcibíades, y no envidies los halagos que estoy impaciente por hacerle.
—¡No permaneceré aquí de ninguna manera, Alcibíades! —exclamó Agatón— Quiero cambiar de sitio para ser elogiado por Sócrates.
—Esto es lo que pasa siempre—dijo Alcibíades—. Donde quiera que se encuentre, Sócrates encuentra sitio cerca de los jóvenes hermosos. Ahora mismo, ved qué pretexto tan sencillo y plausible ha encontrado para que Agatón se siente junto a él.
El banquete de Platón.  Giambattista Gigola, (1769-1841)
Agatón se levantó para ponerse al lado de Sócrates, pero un tropel de jóvenes apareció en la puerta. Uno se hizo sitio la mesa, hubo un gran bullicio, desorden general y los invitados siguieron bebiendo. Erixímaco, Fedro y algunos otros se retiraron a sus casas. Aristodemo quedó dormido y no despertó hasta que el gallo cantó la aurora. Cuando abrió los ojos, unos convidados dormían y otros se habían marchado. Sólo Agatón, Sócrates y Aristófanes estaban despiertos, apurando una gran copa que pasaban de mano en mano. Sócrates debatía con ellos. Estando como estaban, a media discusión comenzaron a adormecerse; primero Aristófanes y después Agatón, ya muy entrado el día. Cuando Sócrates vio a los dos dormidos, se levantó y salió acompañado por Aristodemo. De allí fue al Liceo, se bañó y pasó el resto del día recordando aquella noche, aquel Banquete que algún día habría de narrar a Platón en el que un grupo de filósofos de la antigua Grecia, hace dos mil quinientos años, se reunieron para hablar de amor.  




viernes, 11 de enero de 2013

La mesa en la Antigüedad


Suele decirse que la base de Occidente es filosofía griega y derecho romano. Esta frase es sólo un ejemplo de los infinitos usos y costumbres que estas dos grandes civilizaciones han aportado a la Historia, y la práctica de comer en grupo no constituye una excepción. 
Fueron los antiguos griegos quienes, por primera vez, convirtieron el simple acto de alimentarse en un acontecimiento  social. Fueron ellos los que, bajo el nombre de "simposio",  -que, literalmente, significa "reunión para beber"-, organizaron unas largas cenas en las que, animados por los efectos del vino, hablaron de política, recitaron poemas, comentaron la filosofía o el arte o planearon el futuro. Fueron las suyas tertulias intelectuales, o también fiestas para premiar a un atleta o a un artista, o reuniones para celebrar un viaje o un regreso. Encuentros exclusivamente masculinos en los que la entrada a las mujeres estaba vedada porque éstas apenas tenían lugar en su esquema social, citas en las que se daba la bienvenida a la erudición. Los simposios llegaron a ser tan famosos, habituales y enriquecedores que dieron lugar a un género literario propio.
Los griegos no comían sentados, sino reclinados en unos divanes en los que cabían hasta tres comensales. Se cubrían la cabeza con coronas de hojas, como homenaje a Dionisio y, antes de comer, pasaban entre los asistentes una copa de libaciones. Cerca de ellos disponían pequeñas mesas portátiles con las bandejas de frutos secos, legumbres tostadas, aceitunas y todo tipo de aperitivos. El alimento principal era más consistente, carne o pescado y, aunque se sabe que conocían el tenedor y la cuchara y que se limpiaban con miga de pan en lugar de servilleta, apenas utilizaban cubiertos. 
La sobremesa podía prolongarse durante toda la noche amenizada por el vino; con discursos, poemas, actuaciones o danzas al son de la música de flauta o de lira. Entre los divanes los perros recogían las migajas y sobras que caían de la mesa del amo y facilitaban con su hambre el trabajo de limpieza de los esclavos. 
Los romanos adoptaron de los griegos la costumbre del simposio, pero convirtieron aquel acto intelectual y político en un signo de ostentación social. Lo denominaron “convivium” (“compartir”, de donde deriva la palabra “convite”) y dieron de lado la conversación brillante o la disertación filosófica en favor de la satisfacción física. Al igual que los griegos, los romanos comían reclinados en divanes o “triclinia”, pero rodeados de mujeres y de una multitud de esclavos: los "nomenclator", que nombraban, limpiaban y acomodaban a los huéspedes; los "ministrator", para servir la comida y atender a las llamadas, y los "acyatho" o escanciadores, elegidos entre los jóvenes más bellos, no sólo para servir la bebida sino también para cubrir otros instintos igual de básicos. Los romanos dieron el protagonismo a la comida y se lo quitaron  al vino que, tomado en exceso, podía llevar a la inconsciencia: “Prima cratera ad sitim pertinet, secunda ad hilaritatem, tertia ad voluptatem, quarta ad insaniam” (La primera copa, para la sed; la segunda, para la alegría; la tercera, para el placer; la cuarta para la locura). 
Acompañados de músicos, bailarines o recitadores, la avidez de los romanos por la comida no tuvo límite. La cantidad, variedad y exquisitez de los alimentos definían la posición económica del anfitrión y nadie conocía los problemas derivados de la dieta. En un mundo con una esperanza media de vida de veintiocho años, cualquier exceso fue posible. A las correspondientes libaciones les seguía una pantagruélica cena con al menos siete platos que podía incluir liebres, ovejas, buey, venado, cerdo, jabalíes, ensaladas, salchichas, champiñones, aceitunas, ostras, pescados, aves, frutos o pasas dispuestos con mimo y precisión. Si los invitados se saciaban antes de acabar, las villas y domi disponían de un vomitorium donde hacer más hueco en el estómago. Tanto se comía en aquellas cenas infinitas, que Séneca escribió que los romanos “comían para vomitar y vomitaban para comer”. Tanto gastaban los patricios romanos en sus convites que Plinio aseguró que los recursos del Imperio se perdían entre la lujuria y la gula. Tal fue el ansia de deslumbrar de Heliogábalo que llegó a esconder pepitas de oro, perlas y piedras preciosas entre los manjares. 
Pero antes de convertirse en vicio, el convite romano alcanzó la categoría de arte. Fueron ellos quienes multiplicaron las formas y usos relacionados con el acto de comer, quienes fundieron nuevas copas y cálices en oro y plata, crearon nuevas tipologías para fuentes, bandejas y cubiertos e inventaron el vidrio soplado, dándole centenares de usos y funciones y alcanzando con él unas cotas artísticas insuperables. Ellos marcaron un protocolo y unos modales para alimentarse en grupo y escribieron "De Re coquinaria", el primer libro de cocina. Con la decadencia del  Imperio Romano, Europa se hundió en las tinieblas y la ignorancia, un submundo del que tardaría diez siglos en salir. Pero salió.

Vaso de vidrio soplado. Roma, siglo I d.C.
Navaja romana