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viernes, 11 de octubre de 2013

La cena de Trimalcio

La juventud de Baco. W. A. Bouguereau (1825-1905)
Entre todos los convites romanos, la cena de Trimalcio (Trimalción, Trimalquión o Trimalchio, según las ediciones) brilla con luz propia en la historia del exceso. Aparece a partir del capítulo 26 del Satiricón, novela de costumbres escrita por Petronio, el árbitro de los elegantes de Roma, escritor cuya existencia rebaten muchos y niegan otros. Por su temática pagana, homosexual y libertina, la obra se mantuvo oculta en cajones y bibliotecas prohibidas a lo largo de toda la Edad Media.
El anfitrión de esa cena imaginaria es Trimalcio, un antiguo esclavo al que su amo ha manumitido, liberado, tras años de servicio y lealtad. Ahora es rico, su fortuna es inagotable y posee vastísimos terrenos que cansarían las alas de un milano que las recorriese. Tantos esclavos tiene que de muchos no conoce el nombre; sus graneros y despensas acumulan víveres; el oro y las joyas llenan sus cofres, piensa comprar la isla de Sicilia. Ha mejorado sus cosechas, mezclado semillas y traído cultivos de Asia. Vive en una villa con cuatro comedores, veinte alcobas, dos pórticos de mármol y cien dormitorios para los amigos. 
A esa casa acuden Encolpio y su amante, el joven Gitón, donde se encuentran con muchos otros personajes, algunos salidos de la literatura griega, como Agamenón o Menelao y otros, como Ascilto, directamente de la imaginación del autor.   
Trimalcio presenta los entremeses en una fuente con forma de burro, fundida en bronce de Corinto, que tiene una albarda con dos pequeños vasos de plata para aceitunas verdes y negras. Arcos en forma de puente sostienen miel y frutas; hay salsas humeantes en cuencos resplandecientes, ciruelas de Siria y granos de granada. "Ay de nosotros, míseros! ¡Qué corta, frágil y deleznable es la existencia! Un paso de la tumba nos separa. ¡Vivamos, pues con el placer por lema!", exclama
La comida y las escenas alternan con las conversaciones de sociedad. Reclinados entre sedas y púrpuras, él y su veintena de convidados hablan de la fortuna de unos y de otros, de política y del estado de las cosas. Llega el turno de una cesta con una gallina de madera tallada que, con las alas abiertas y extendidas, parece empollar los huevos. A los acordes de la eterna cantilena, dos esclavos se aproximaron ,y escarbando en la paja, sacaron huevos de pava real que distribuyeron entre los convidados. [...] Sirvieron unas cucharas que no pesaban menos de media libra, y abrimos los huevos cubiertos de una ligera capa de harina que imitaba perfectamente la cáscara. [...] Me encontré con un pajarito sepultado entre yemas de huevo deshechas.
La cena de Trimalcio, en Fellini-Satyricon
La astrología sale a relucir. El anfitrión llama testarudos y farsantes a los nacidos en Aries; comilones y dominantes a los Leo, mujeres y afeminados a los Virgo. Surge de las cocinas una especie de globo en torno al cual están representados los doce signos del Zodiaco, ordenados en círculo. Encima de cada uno se habían colocado manjares que por su forma o por su naturaleza tenían alguna relación con dichas constelaciones: sobre Aries, hígado de cordero: sobre Tauro, un trozo de buey; sobre Géminis, riñones y testículos; sobre Cáncer, una corona; sobre Leo, higos de África; sobre Virgo, una matriz de marrana; encima del signo Libra, una balanza que en un lado tenía una torta y en el otro peso una galleta; sobre Escorpión, un pescado marino; sobre Sagitario, una liebre; una langosta sobre Capricornio; sobre el Acuario, una oca, y sobre Piscis, dos truchas. En el centro de este hermoso globo, un cuadrado artístico de mullido césped sostenía un rayo de miel. [...] Arrebataron la parte superior del globo y se descubrió a nuestra vista un nuevo servicio espléndido: aves asadas, una ubre de cerda y una liebre con alas en el lomo figurando el Pegaso. Cuatro sátiros en las esquinas de aquel arcón tenían en las manos unos odres por cuyas bocas salía el agua que engrosaba el estanque y formaba en él olas en las que nadaban verdaderos peces.
Eucolpio, Gitón, Trimalcio y los demás disfrutan del espectáculo intercambiando historias de viejos conocidos, críticas a los políticos y nostalgia de tiempos pasados. Llegan unos perros persiguiendo a una presa seguidos por dos esclavos que traen una fuente con un gran jabalí adornado con un gorro de liberto. De sus colmillos caían dos cestillos de palma llenos de dátiles: unos de Siria y otros de la Tebaida. Dos lechones, hechos de pasta cocida al horno, colgaban de las mamas a ambos lados del animal señalando su el sexo. [...] Un zagalón de larga barba, vestido de cazador; sacando de la cintura un cuchillo de caza, rasgó de un tajo el vientre de la bestia, escapándose de él un tropel de tordos que intentaron en vano escapar revoloteando en todas direcciones, pero que fueron atrapados al instante por los esclavos, quienes ofrecieron uno a cada convidado. 
Después se sirvió un enorme cerdo sobre una gran bandeja que cubrió gran parte de la mesa. […] El cocinero recobró su túnica, cogió un cuchillo y, con mano temblorosa, abrió por varios sitios el vientre del animal. De pronto, arrastradas por su propio peso, rastros de morcillas, longanizas y salchichas aparecieron por las aberturas, que el cocinero ensanchó más, retirándose.
Los comentarios se suceden, las bromas se cruzan. Trimalcio habla de su vientre mientras se hurga en la boca con un mondadientes de plata, seca sus manos en los cabellos de los esclavos, presume de sus bienes, describe su fortuna y detalla las flatulencias de su mujer. Ella inicia una escena de seducción con otra mientras los hombres se quejan de la naturaleza femenina. Entran dos esclavos con unas ánforas suspendidas al cuello. Cada uno de ellos golpea con su fusta el ánfora del otro y caen al suelo ostras y pececillos que un tercero recoge y reparte por la mesa. Ante un enorme ternero cocido que llevaba un casco sobre la cabeza surge el mismísimo Áyax, con la espada desenvainada, demostrando en sus gestos una locura furiosa. Corta el ternero en pedazos y los distribuye entre los maravillados comensales.
Príapo

Pasadas unas horas, cruje el techo y tiembla la sala. Se abren las cortinas y bajan del hueco coronas de oro y vasos de  alabastro llenos de perfumes. Vuelven el rostro a la mesa y la encuentran cubierta con una enorme fuente llena de pastas de diferentes formas. La más grande representa al dios Príapo, con un enorme falo erecto, símbolo del poder fructífero de la naturaleza. Llevaba una gran fuente con uvas y frutas de todas clases. Cuando extendieron una mano ávida hacia tan espléndido postre, una nueva diversión vino a reanimar su lánguida alegría. De todas aquellas pastas, de todos aquellos frutos, al más ligero contacto salieron chorros de un licor azafranado que inundaron sus rostro, dejando un ácido sabor. Persuadidos de que debían hacer algún acto religioso antes de arrebatar sus frutos a Príapo, hicieron devotamente las libaciones de costumbre y, después de desear felicidades eternas a Augusto, padre de la patria, se apresuraron a coger los sabrosos dulces y apetitosas frutas. 
La cena de Trimalcio es una de los primeras sátiras a la ostentación. Como texto clásico, carece de las elevadas disertaciones filosóficas de Platón, del dinamismo épico de Julio César o de la lucidez de Séneca. Es sólo una farragosa sucesión de descripciones y comentarios costumbristas ocurridos en la imaginación de un hombre hace más de dos mil años, la crónica de un convite en el que bebieron y comieron hasta reventar, dejándose llevar por los placeres y la risa y olvidando que el mismo placer, repetido ad infinitum, se convierte en una tortura. 

viernes, 11 de enero de 2013

La mesa en la Antigüedad


Suele decirse que la base de Occidente es filosofía griega y derecho romano. Esta frase es sólo un ejemplo de los infinitos usos y costumbres que estas dos grandes civilizaciones han aportado a la Historia, y la práctica de comer en grupo no constituye una excepción. 
Fueron los antiguos griegos quienes, por primera vez, convirtieron el simple acto de alimentarse en un acontecimiento  social. Fueron ellos los que, bajo el nombre de "simposio",  -que, literalmente, significa "reunión para beber"-, organizaron unas largas cenas en las que, animados por los efectos del vino, hablaron de política, recitaron poemas, comentaron la filosofía o el arte o planearon el futuro. Fueron las suyas tertulias intelectuales, o también fiestas para premiar a un atleta o a un artista, o reuniones para celebrar un viaje o un regreso. Encuentros exclusivamente masculinos en los que la entrada a las mujeres estaba vedada porque éstas apenas tenían lugar en su esquema social, citas en las que se daba la bienvenida a la erudición. Los simposios llegaron a ser tan famosos, habituales y enriquecedores que dieron lugar a un género literario propio.
Los griegos no comían sentados, sino reclinados en unos divanes en los que cabían hasta tres comensales. Se cubrían la cabeza con coronas de hojas, como homenaje a Dionisio y, antes de comer, pasaban entre los asistentes una copa de libaciones. Cerca de ellos disponían pequeñas mesas portátiles con las bandejas de frutos secos, legumbres tostadas, aceitunas y todo tipo de aperitivos. El alimento principal era más consistente, carne o pescado y, aunque se sabe que conocían el tenedor y la cuchara y que se limpiaban con miga de pan en lugar de servilleta, apenas utilizaban cubiertos. 
La sobremesa podía prolongarse durante toda la noche amenizada por el vino; con discursos, poemas, actuaciones o danzas al son de la música de flauta o de lira. Entre los divanes los perros recogían las migajas y sobras que caían de la mesa del amo y facilitaban con su hambre el trabajo de limpieza de los esclavos. 
Los romanos adoptaron de los griegos la costumbre del simposio, pero convirtieron aquel acto intelectual y político en un signo de ostentación social. Lo denominaron “convivium” (“compartir”, de donde deriva la palabra “convite”) y dieron de lado la conversación brillante o la disertación filosófica en favor de la satisfacción física. Al igual que los griegos, los romanos comían reclinados en divanes o “triclinia”, pero rodeados de mujeres y de una multitud de esclavos: los "nomenclator", que nombraban, limpiaban y acomodaban a los huéspedes; los "ministrator", para servir la comida y atender a las llamadas, y los "acyatho" o escanciadores, elegidos entre los jóvenes más bellos, no sólo para servir la bebida sino también para cubrir otros instintos igual de básicos. Los romanos dieron el protagonismo a la comida y se lo quitaron  al vino que, tomado en exceso, podía llevar a la inconsciencia: “Prima cratera ad sitim pertinet, secunda ad hilaritatem, tertia ad voluptatem, quarta ad insaniam” (La primera copa, para la sed; la segunda, para la alegría; la tercera, para el placer; la cuarta para la locura). 
Acompañados de músicos, bailarines o recitadores, la avidez de los romanos por la comida no tuvo límite. La cantidad, variedad y exquisitez de los alimentos definían la posición económica del anfitrión y nadie conocía los problemas derivados de la dieta. En un mundo con una esperanza media de vida de veintiocho años, cualquier exceso fue posible. A las correspondientes libaciones les seguía una pantagruélica cena con al menos siete platos que podía incluir liebres, ovejas, buey, venado, cerdo, jabalíes, ensaladas, salchichas, champiñones, aceitunas, ostras, pescados, aves, frutos o pasas dispuestos con mimo y precisión. Si los invitados se saciaban antes de acabar, las villas y domi disponían de un vomitorium donde hacer más hueco en el estómago. Tanto se comía en aquellas cenas infinitas, que Séneca escribió que los romanos “comían para vomitar y vomitaban para comer”. Tanto gastaban los patricios romanos en sus convites que Plinio aseguró que los recursos del Imperio se perdían entre la lujuria y la gula. Tal fue el ansia de deslumbrar de Heliogábalo que llegó a esconder pepitas de oro, perlas y piedras preciosas entre los manjares. 
Pero antes de convertirse en vicio, el convite romano alcanzó la categoría de arte. Fueron ellos quienes multiplicaron las formas y usos relacionados con el acto de comer, quienes fundieron nuevas copas y cálices en oro y plata, crearon nuevas tipologías para fuentes, bandejas y cubiertos e inventaron el vidrio soplado, dándole centenares de usos y funciones y alcanzando con él unas cotas artísticas insuperables. Ellos marcaron un protocolo y unos modales para alimentarse en grupo y escribieron "De Re coquinaria", el primer libro de cocina. Con la decadencia del  Imperio Romano, Europa se hundió en las tinieblas y la ignorancia, un submundo del que tardaría diez siglos en salir. Pero salió.

Vaso de vidrio soplado. Roma, siglo I d.C.
Navaja romana