La Eucaristía (c.1637-40). Nicolás Poussin (1594-1665). Óleo sobre lienzo |
Yeshúa y sus amigos iban a Jerusalén para celebrar Seder del Pesaj, la cena del primer día de Pascua o día de ácimos. Caifás, el primero de los Kohanim o Sacerdotes del Sanedrín, buscaba a Yeshúa por cuestionar los preceptos marcados desde la sinagoga, por aceptar la resurrección, por hablar con prostitutas, por curar en sábado, por enfurecerse en el templo, por despreciar la riqueza, por perdonar los pecados y por sentenciar que la ley no debía seguir los escritos sino el corazón. Le buscaban sabiendo dónde encontrarlo, pero Yeshúa sabía, a su vez, que nadie le arrestaría aquella noche, que nadie rompería la paz de la cena.
Era una ceremonia sagrada y gozosa que no sólo celebraba el fin de la esclavitud en Egipto, sino también el paso del frío al calor, del invierno a la primavera, de la siembra a la cosecha, era la fiesta de la alegría y la fertilidad y no se efectuaba en el solemne marco de la sinagoga sino en la intimidad de los hogares cumpliendo así con una vieja promesa hecha al Eterno. "Cada uno procurará un animal para su familia, uno por casa. Si la familia es demasiado pequeña para comérselo, que se junte con el vecino de casa, hasta completar el número de personas y cada uno comerá su parte hasta terminarlo. Será un animal sin defecto, macho, de un año, cordero o cabrito. Lo guardaréis hasta el día catorce del mes, y toda la asamblea de Israel lo matará al atardecer. Tomaréis la sangre y rociaréis las dos jambas y el dintel de la casa donde lo hayáis comido. Esa noche comeréis la carne, asada a fuego, comeréis panes sin fermentar y verduras amargas. Y lo comeréis así: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano y os lo comeréis a toda prisa, porque es la Pascua, el paso del Señor". Sus amigos preguntaron a Yeshúa: "¿dónde quieres ir a comer el cordero de Pesaj?" y ellos hicieron lo que él les dijo. Llegaron a la ciudad, siguieron un hombre que acarreaba un cántaro de agua y entraron en una casa con la puerta manchada de sangre, completamente limpia de levadura, un fermento corrupto. Subieron a una sala grande, ya dispuesta y preparada, y colocaron lo necesario para el ritual de la fiesta. Con la cena debían beber, al menos, cuatro copas de vino: la primera para el Kadesh, el brindis; la segunda para el Mishpat, la evocación de la salida de Egipto, la tercera para la Redención y la cuarta para el Halel o bendición final. Tomarían karpás, las hierbas amargas dictadas por el Altísimo que eran apio o perejil mojado en sal, y también matzá, pan ácimo sin fermentar, unas hogazas quebradizas y secas que rememoraban el pan que los judíos no tuvieron tiempo de preparar en su presurosa huída. Y huevos duros, el símbolo ancestral de la fertilidad de los pueblos antiguos, con el que recordarían también la dureza del alma del Faraón.
Era una ceremonia sagrada y gozosa que no sólo celebraba el fin de la esclavitud en Egipto, sino también el paso del frío al calor, del invierno a la primavera, de la siembra a la cosecha, era la fiesta de la alegría y la fertilidad y no se efectuaba en el solemne marco de la sinagoga sino en la intimidad de los hogares cumpliendo así con una vieja promesa hecha al Eterno. "Cada uno procurará un animal para su familia, uno por casa. Si la familia es demasiado pequeña para comérselo, que se junte con el vecino de casa, hasta completar el número de personas y cada uno comerá su parte hasta terminarlo. Será un animal sin defecto, macho, de un año, cordero o cabrito. Lo guardaréis hasta el día catorce del mes, y toda la asamblea de Israel lo matará al atardecer. Tomaréis la sangre y rociaréis las dos jambas y el dintel de la casa donde lo hayáis comido. Esa noche comeréis la carne, asada a fuego, comeréis panes sin fermentar y verduras amargas. Y lo comeréis así: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano y os lo comeréis a toda prisa, porque es la Pascua, el paso del Señor". Sus amigos preguntaron a Yeshúa: "¿dónde quieres ir a comer el cordero de Pesaj?" y ellos hicieron lo que él les dijo. Llegaron a la ciudad, siguieron un hombre que acarreaba un cántaro de agua y entraron en una casa con la puerta manchada de sangre, completamente limpia de levadura, un fermento corrupto. Subieron a una sala grande, ya dispuesta y preparada, y colocaron lo necesario para el ritual de la fiesta. Con la cena debían beber, al menos, cuatro copas de vino: la primera para el Kadesh, el brindis; la segunda para el Mishpat, la evocación de la salida de Egipto, la tercera para la Redención y la cuarta para el Halel o bendición final. Tomarían karpás, las hierbas amargas dictadas por el Altísimo que eran apio o perejil mojado en sal, y también matzá, pan ácimo sin fermentar, unas hogazas quebradizas y secas que rememoraban el pan que los judíos no tuvieron tiempo de preparar en su presurosa huída. Y huevos duros, el símbolo ancestral de la fertilidad de los pueblos antiguos, con el que recordarían también la dureza del alma del Faraón.
No tuvieron que vestirse de viaje, nunca dormían dos noches en el mismo sitio, eran viajeros. Se reclinaron frente a unas mesas bajas dispuestas en forma de U, apoyados sobre el brazo izquierdo, siguiendo las costumbres de los convites romanos porque sólo los hombres libres comían reclinados y los judíos eran libres.
Yeshúa, al que llamaban "rabino" o "maestro", se colocó entre los demás y bebió el vino del Kedesh y del Mishpat. Pero cuando hubo de lavarse las manos para la Urjatz o la ablución, se levantó de la mesa, se quitó el manto, ató una mappa a su cintura, puso agua en un lebrillo y lavó los pies de los demás, secándolos con ella. Hubo gestos de desconcierto. ¡El rabino, de rodillas, con las manos manchadas! Aquella misma mañana, en Betania, le habían acusado de dejarse querer por una joven que le había ungido con un carísimo perfume y ahora él, con aquel gesto, se humillaba. Algunos retiraron los pies, otros protestaron. Pero él les dijo: "¿Entendéis lo que he hecho? Os he lavado los pies, y así vosotros deberéis lavaros los pies unos a otros".
Yeshúa, al que llamaban "rabino" o "maestro", se colocó entre los demás y bebió el vino del Kedesh y del Mishpat. Pero cuando hubo de lavarse las manos para la Urjatz o la ablución, se levantó de la mesa, se quitó el manto, ató una mappa a su cintura, puso agua en un lebrillo y lavó los pies de los demás, secándolos con ella. Hubo gestos de desconcierto. ¡El rabino, de rodillas, con las manos manchadas! Aquella misma mañana, en Betania, le habían acusado de dejarse querer por una joven que le había ungido con un carísimo perfume y ahora él, con aquel gesto, se humillaba. Algunos retiraron los pies, otros protestaron. Pero él les dijo: "¿Entendéis lo que he hecho? Os he lavado los pies, y así vosotros deberéis lavaros los pies unos a otros".
Tomaron con los dedos el Karpás, las verduras mojadas en agua salada, aquellas hojas que hacían llorar, pero no recordaron las lágrimas y la amargura de los hebreos durante la esclavitud. "Os aseguro que uno de vosotros me entregará, el que come conmigo", comentó el rabí. Ellos se preguntaron, tristes: "¿Seré yo, seré yo?" Y todavía con el sabor de la sal en los labios, él respondió, resignado: "Uno de los doce, uno que moja conmigo en el mismo plato."
Llegó el Yajatz para cortar y distribuir las tres hogazas apiladas de matzá. Era un instante solemne, todas las familias de Israel reflexionaban y hablaban de la historia de su pueblo, de los antepasados y de la tradición, transmitiéndose los conocimientos heredados de los padres. Pero Yeshúa iba a entregarse al día siguiente y su pensamiento estaba lejos del Sinaí y de Moisés y hablaba del futuro y de la nueva era. Lo que se iba a consumir no era el pan del Éxodo, sino su propia vida. "Tomad y comed", les dijo, "porque esto es mi cuerpo, el que será entregado."
Llegó el Yajatz para cortar y distribuir las tres hogazas apiladas de matzá. Era un instante solemne, todas las familias de Israel reflexionaban y hablaban de la historia de su pueblo, de los antepasados y de la tradición, transmitiéndose los conocimientos heredados de los padres. Pero Yeshúa iba a entregarse al día siguiente y su pensamiento estaba lejos del Sinaí y de Moisés y hablaba del futuro y de la nueva era. Lo que se iba a consumir no era el pan del Éxodo, sino su propia vida. "Tomad y comed", les dijo, "porque esto es mi cuerpo, el que será entregado."
En el momento de la Redención tomó la tercera copa de vino. Antes de beber, dio gracias al Eterno, pero no sentía aquellos ritos como suyos. Los judíos, sus hermanos, le habían condenado, él nunca volvería a celebrar el Pesaj. Aquella comunión marcaba un nuevo pacto con Dios, distinto al de Abraham, al de Jacob, al de Moisés. "Bebed, porque esta es mi sangre", sentenció, "es la sangre de la nueva alianza nueva y eterna que será proclamada por vosotros".
Les dijo que no temieran, que no les abandonaba, que debían seguirlo aún cuando se hubiera ido, que él era el camino, la verdad y la vida porque él estaba en el Padre como el Padre estaba en él. Que perdonaran y se amaran unos a otros. No hubo Halel, ni Barej, o Nirtzá, olvidaron la comida y el cordero sacrificado. Él mismo se sacrificaría al día siguiente, ante el Sanedrín, ante Roma y ante una desconsolada multitud. Cuando dijo: "Levantáos, salgamos de aquí", todos sabían que aquello que acababan de vivir no era el Seder del Pesaj, era una ceremonia completamente nueva, un rito que habría de salir de la intimidad del hogar para celebrarse en la solemnidad de una misa y desde ahí elevarse al altar de un templo y emprender el vuelo hacia el arte y hacia Dios.
Mesa preparada para el Seder de Pesaj |