viernes, 3 de mayo de 2013

Chocolate, manjar de dioses

Chocolate en tazón, preparado en chocolatera de plata, con pocillo y  molinillo
Hace unos años, un estudio difundido por la BBC demostró que derretir chocolate en la boca producía un aumento en la actividad cerebral y el ritmo cardíaco más intenso que el de un beso apasionado y cuatro veces más duradero. También vieron que reforzaba las defensas y compensaba los desequilibrios químicos que ocurren en el sistema nervioso central de los seres humanos cuando se enamoran. Que era y es un potente antidepresivo que, entre otras tristezas, ayuda a combatir el desamor.
El txocolatl era ya conocido por los pueblos de Mesoamérica hacia el 1500 antes de Cristo. Lo tomaban en los ritos importantes como una especie de cerveza fría, a base de cacao fermentado con chile, en unos vasitos pequeños y sin asa a los que llamaban jícaras. Tanta era la consideración que tenía su poder vigorizante, que a veces utilizaban las semillas de cacao como moneda de cambio.
Cuando Colón volvió a España de su cuarto viaje a América, llevó unas muestras a los Reyes Católicos que no tuvieron éxito por su sabor amargo y su aspecto sucio. No se sabe si Hernán Cortés lo tomó durante su idilio con la india Malinche; pero el caso es que tras la conquista de México, dijo: "cuando uno lo bebe, puede viajar toda una jornada sin cansarse y sin tener necesidad de alimentarse". Consciente de su valor entre los aztecas, en 1528 lo presentó en Madrid ante el trono de Carlos I de España y V de Alemania, emperador en cuyos territorios nunca se ponía el sol. Y triunfó.
Mujer haciendo chocolate. Félix Lorente  (1712 - 1787)
En América, los españoles cambiaron la forma de prepararlo y lo convirtieron en una bebida caliente. Eliminaron las especias picantes, añadieron otras del viejo continente como o la canela o el anís y  lo mezclaron con azúcar, que ellos mismos llevaron al Nuevo Mundo en forma de caña. Con el tiempo, estandarizaron una receta: 28 gramos de chocolate y 57 de azúcar hervidos en un cuarto de litro de agua caliente. Lo hacían en un pocillo resistente al fuego, normalmente de cobre, bastante alto y con un agujero en la tapa para el molinillo: un batidor de madera con el que eliminaban los grumos y conseguían una bebida homogénea, aterciopelada y espesa. Aparecieron por entonces las primeras chocolateras de servicio, en porcelana o en plata, también con molinillo, tapa y un mango colocado en ángulo recto.
Para beberlo crearon una nueva pieza, la mancerina, una bandeja con un anillo interior en el que encajar la jícara. Su uso se debió a Pedro Álvarez de Toledo y Leiva, primer marqués de Mancera y virrey de Nueva España, al que le temblaba mucho el pulso. En las casas españolas se hicieron imprescindibles. En 1695, la condesa de San Jorge tenía en la suya doce salvillas chocolateras para panecillos dulces y dieciséis mancerinas de plata labrada, algunas con dos anillos, una para el chocolate y otra para el vaso de agua. Porque los españoles supieron desde muy pronto que aquel nuevo brebaje les producía mucha sed.
El chocolate pasó a formar parte del catálogo de rituales palaciegos del Imperio Español, tanto en la península ibérica como en las colonias, con el nombre de "agasajo". Las damas lo tomaban  con un búcaro de nieve y bizcochos, panes dulces y bollos de leche, servido por el maestresala en finas mancerinas de plata o de porcelana china. Lo bebían a sorbitos, en su salón particular, el estrado, entre tapices y almohadones al calor de los braseros, empapando los dulces en la bebida espesa, ya que, como cuentan las crónicas, “es costumbre española mojar todo lo sólido en la jícara”. Tenía siempre la misma calidad, sin distinciones sociales. Las diferencias las fijaban las mancerinas: para la Iglesia, de plata o porcelana de mérito; para la nobleza, de loza vidriada; y de barro para el pueblo llano. Había chocolatadas en los autos de fe, en los velatorios y en los funerales. Entre los religiosos era muy popular y lo tomaban durante el ayuno, al no estar considerado alimento. Las mujeres lo llevaron a la iglesia, pero esto disgustó a los obispos, que lo prohibieron durante el culto. Lo vendían en las chocolaterías, en los puestos callejeros y en las esquinas, se ofrecía en las casas y en los salones. Alemania tomaba café e Inglaterra degustaba té. Pero España quería chocolate. 
Mancerina, porcelana S. XVIII

A finales del siglo XVII ya estaba presente también en muchas ciudades de Europa y cada una de ellas lo preparaba a su manera. En Madrid con agua, espeso y negro; en Viena con nata, en París, claro y con leche. Los maestros crearon servicios especiales para el chocolate a la española, jícaras con asa y tapa, y delicadas mancerinas moldeadas en loza de Manises o de Alcora.  
La subida al trono de Felipe V, el primer Borbón, impuso el modo francés, el gran chocolate a a la taza, hecho con leche. Era más claro y ligero, las chocolateras perdieron el molinillo, ya no lo necesitaban, la bebida buscó un vaso mayor y las mancerinas desaparecieron en favor de los platitos. La loza dio paso a la porcelana europea, pero ya fuera en taza o en jícara, ya fuera en crema o batido, los españoles seguían mojando en el chocolate los productos típicos de cada zona: churros en Madrid, buñuelos y porras en Valencia, bizcochos de soletilla en Barcelona, picatostes en la costa cántabra y en toda España, el día de Reyes, el roscón. El gusto por el chocolate negro y denso, que bañaba con un oscuro manto los panecillos dulces, marcaría para siempre la distancia entre los españoles auténticos y los nuevos afrancesados. En España, las cosas claras y el chocolate, espeso.   
En la corte nunca perdió popularidad. Carlos III desayunaba chocolate a la española todos los días, siempre en la misma mancerina, servido por su ayuda de cámara preferido, Alverico Pini. Isabel II, una reina muy castiza, lo desayunaba y merendaba, y pedía también a media noche una última taza con unos bollitos creados especialmente para ella: las "medias noches". Cuentan que en 1906, en una de las visitas de Alfonso XIII a Buckingham Palace para concertar su boda con Victoria Eugenia de Battenberg, el embajador español mojó las pastas en el té, algo absolutamente contrario a las costumbres británicas (es una infusión con agua hervida que deshace los sólidos sin aportar ningún sabor). Parece ser que cuando Victoria Eugenia susurró a su novio: "Alfonso, en Inglaterra no se mojan las pastas en el té", él respondió muy tranquilo, "pues en España lo hace hasta el rey" y, a la orden de  "españoles, ¡a mojar!", sumergió la pasta en su taza e hizo lo propio.
Chocolate con churros
En el siglo XIX entraron en escena los cafés, establecimientos que fueron pronto centros de reunión y controversias. Comenzó el declive del chocolate y de las chocolaterías, más humildes en su espacio y más ricas en olores. Aún así, en toda España, los más juerguistas y noctámbulos  lo tomaban de madrugada, para aliviar los excesos de la noche mojando el churro en humeante chocolate, la bebida de olmecas y mexicas, uno de los alimentos más placenteros del mundo,  el hijo de la semilla de cacao que produce un árbol llamado Theobroma, en griego, manjar de los dioses.