¿Cuándo empezó el hombre a utilizar la servilleta? ¿Fue quizá cuando observó que las manchas afeaban su aspecto? ¿Cuando sus congéneres se rieron de él al verlo sucio? ¿O fue cuando advirtió que la belleza es pulcritud y orden? El momento exacto se desconoce, pero es evidente que el uso de la servilleta, un trozo de tela que limpia el cuerpo y lo protege de los restos de comida, es un signo de civismo que profundiza en el cisma existente entre el animal y el humano.
Sabemos, eso sí, que los egipcios se limpiaban las manos en pequeños recipientes llenos de agua aromatizada con pétalos de rosa u otras hierbas. Sabemos también que los griegos usaban un poco de miga de pan enrollada que llamaban apomagdalie. Y que los romanos utilizaban dos tipos de paños: el sudarium, un pañuelo pequeño, para secar el sudor, y la mappa, una tela más grande, tipo toalla, que se
colocaba sobre asientos de los triclinia para protegerlos de las manchas y con el que también se limpiaban las manos y los labios. En el siglo IV aC, el último de los reyes de Roma, Tarquinio
el Soberbio, implantó una nueva costumbre en los convites: que finalizado el ágape, los invitados utilizaran sus mappae para llevar a casa parte de los manjares que habían quedado sobre la mesa. Un doggy-bag a la antigua.
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Banquete en la Borgoña, con las servilletas al hombro h. 1470. Miniatura. |
A partir del siglo XIV regresó la tela grande, un trapo que colgaba del hombro o de la mesa que servía para casi todo, ya fuera pulir el cuchillo, coger la carne una vez trinchada, enguajar los dientes, la cara o las manos, o para cualquiera de los fines escatológicos propios de un pañuelo de bolsillo. Era también protectora, porque se comía a cubierto, es decir, presentaban los alimentos tapados por una servilleta para demostrar que no había sido manipulada por extraños. De ahí el término cubierto para referirse al servicio de mesa que se pone a cada uno de los que han de comer.
Un siglo después, la servilleta medía más o menos un tercio del mantel y su buen uso era ya un signo de distinción. En 1530 Erasmo de Rotterdam publicó De Civilitate Morum Puerilium, (De la urbanidad en la infancia) un interesante librito pedagógico que fijó algunas normas de comportamiento para distintas situaciones cotidianas. Algunas de ellas siguen en vigor: "la servilleta debe ser colocada en el hombro o brazo izquierdo; copa y un cuchillo a la derecha, el pan a la izquierda". Pero fue la moda la que impidió que pudieran cumplirse los dictados del humanista, la moda, que colocó alrededor de los cuellos de hombres y mujeres unas ruedas gigantescas de tela plegada llamadas golas o lechuguillas, que los nobles protegieron celosamente de las manchas atándose la servilleta al cuello. Hubo que esperar a que las golas fueran derrotadas por los cuellos planos o valonas propios del XVII para que las servilletas se introdujeran en la camisa, bajando desde el pecho a las rodillas. La servilleta al hombro pasó a formar parte del uniforme del servicio, en concreto de los maitres d'hotel, que indicaron su jerarquía llevándola orgullosos mientras los simples camareros se conformaron con colgarla del brazo izquierdo, en una costumbre que se mantiene todavía.
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Servilleta doblada tipo "Bonete holandés" Todavía en uso en Buckingham Palace |
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Camareros con la servilleta al hombro y en el brazo. Banquete para Luis XV, Francia, S. XVIII |
No existe ninguna regla escrita para fijar el lugar que la servilleta ocupa en la mesa. En Estados Unidos la colocan a la izquierda; en Europa, a la derecha; en Rusia, sobre el plato. Las normas y la lógica indican sólo que si tiene un bordado o una esquina de encaje, éste deberá ser visible, y que cualquiera que sea el tipo de doblez (cuadrado, redondo o rectangular) el borde abierto estará a la derecha. Algo a tener en cuenta es que las servilletas de papel son antiecológicas y antieconómicas: las de tela duran más, son más agradables al tacto y limpian mejor. En casa no hace falta lavarlas a diario y, gracias a los servilleteros, cada uno identifica la suya. Son, además, un recurso decorativo que aporta a la mesa un toque personal, y que puede convertir el almuerzo más humilde en una mesa digna de un banquete barroco.