Mucho tiempo tuvo que pasar para que el comedor
recuperara el esplendor y la pompa que llegó a alcanzar en los convites romanos. Los
bárbaros arrasaron con la exquisitez de los antiguos y, durante siglos, Europa
comió en cualquier lado alimentos casi crudos sobre un pedazo de pan.
En los primeros castillos y fortalezas la vida giró
alrededor de las enormes chimeneas, fuentes de luz, calor y comida. Traían el agua
de los pozos y ríos más cercanos y, para las grandes ocasiones, amueblaban el
gran salón del castillo con un estrado, unas borriquetas y unos cuantos tableros
protegidos por manteles donde colocaban los cubiertos. Allí sentados, la
familia anfitriona y los invitados de honor disfrutaban de espectáculos
musicales, de magia o de circo hablando de la guerra, del amor o de asuntos de estado para, terminada la
fiesta, levantar los manteles, es decir, literalmente desmantelar la
habitación, que quedaba libre para cualquier otro uso.
El Renacimiento y el mundo cortesano exigían espacios más
pequeños para hablar y comer en privado. En los palacios franceses nacieron
las salles a manger, (salas de comer), cuartos sin emplazamiento fijo
que se montaban con un protocolo diferente para cada ocasión, lejos de las cocinas, de los vahos y los
olores que salían de los hornos, hornillos y fogones construidos en piedra.
En la Francia del Rey Sol, la ceremonia de la mesa iba de la grande fête royale, un banquete para unas 300 personas, al grand couvert en cérémonie, más
reducido, para los días de fiesta. La comida familiar de los reyes
variaba entre le grand couvert avec toute la famille royale, con los
príncipes, le grand couvert ordinaire, solo para el rey y la reina, y
el petit couvert, exclusivamente para el monarca y sus íntimos. El petit
couvert se celebraba en primera antecámara del Rey, una de las ocho habitaciones que
conformaban la suite particular de Luis XIV en Versalles, donde, reclinado en un gran sillón de brazos, frente a la mesa, el
Rey Sol cenaba sus amigos, consejeros y artistas como Molière o Lully. Fueron
también famosas sus colaciones, platos dulces servidos al final de la tarde en
el salón o en el jardín y el ambigú, cenas que se ofrecían al declinar el día
para acompañar las pequeñas diversiones de música, teatro, juegos y fuegos
artificiales que se celebraban en los jardines.
Con la llegada de las estufas de hierro, de leña y de
carbón, el Comedor se estableció en los palacios con nombre propio. El primer edificio que
incluyó uno entre sus planos fue el castillo de Vaux le Vicomte, realizado en
1661 precisamente para el Ministro de Finanzas del mismo Luis XIV, Nicolás
Fouquet, una de las tantas innovaciones del palacio que hizo sospechar al Rey
Sol del curioso modo que Fouquet tenía de administrar las arcas de la corona. Su
sucesor, Luis XV, odiaba las grandes ceremonias, pero una o dos veces por semana
cenaba con su grupo de amigos un menú que salía de las cocinas particulares del
Rey, en el tercer piso, y se preparaba en el buffet del pabellón de caza.
Después de cenar, el Rey y sus huéspedes pasaban al Gabinete del Reloj de Péndulo para
terminar la velada en torno a las mesas de juego.
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Comedor contemporáneo |
En los salones de Luis XVI y María Antonieta solían reunirse
unos cuarenta personajes, destacados por su condición o su mérito, en las
llamadas comidas de sociedad, un nuevo tipo de cena a medio camino entre los
grandes cubiertos oficiales y los almuerzos privados. Se hizo habitual que,
tras la comida, las mujeres se retiraran a una salita de estar para dejar a los
hombres disfrutar del café, el tabaco y los licores. Quizá por eso la
decoración más ortodoxa de los comedores mantiene un cierto gusto sobrio y
masculino: mesa, sillas, aparador, bufete, en algunos casos, un trinchero y cuadros de paisajes, flores o bodegones.
Cuando la Revolución Francesa acabó con el Antiguo Régimen, los
nobles y poderosos del resto de Europa tomaron las riendas de la etiqueta. Se
adoptó el servicio a la rusa con muchos criados y, gracias al gas y al agua
corriente, los comedores llegaron a las casas de la burguesía. Algunos
llegaron a tener varios, el de gala y el de diario, y la cena alcanzó su máximo
esplendor como medio de reunión social. Las cocinas siguieron lejos de los salones y las de los hotelitos y palacetes descendieron a
las profundidades del sótano. Pero los más humildes continuaron comiendo en la cocina, cerca de los fogones, hasta que, a mediados del siglo XX, en los pequeños apartamentos de Europa y América, cocina y comedor volvieron a compartir espacio, esta vez cómodo y limpio gracias a los electrodomésticos. A partir de entonces se produjo un nuevo acercamiento entre los dos cuartos, que evolucionó en los espacios multifuncionales del siglo XXI, en los que las familias y sus invitados disfrutan de la conversación envueltos en aromas de comida como siglos atrás hicieran los antiguos cuando asaban sus gamos, ciervos y jabalíes en la
chimenea, verdadera fortaleza del hogar.