viernes, 11 de abril de 2014

La última Cena

La Eucaristía (c.1637-40). Nicolás Poussin (1594-1665). Óleo sobre lienzo

Yeshúa y sus amigos iban a Jerusalén para celebrar Seder del Pesaj, la cena del primer día de Pascua o día de ácimos. Caifás, el primero de los Kohanim o Sacerdotes del Sanedrín, buscaba a Yeshúa por cuestionar los preceptos marcados desde la sinagoga, por aceptar la resurrección, por hablar con prostitutas, por curar en sábado, por enfurecerse en el templo, por despreciar la riqueza, por perdonar los pecados y por sentenciar que la ley no debía seguir los escritos sino el corazón. Le buscaban sabiendo dónde encontrarlo, pero Yeshúa sabía, a su vez, que nadie le arrestaría aquella noche, que nadie rompería  la paz de la cena.
Era una ceremonia sagrada y gozosa que no sólo celebraba el fin de la esclavitud en Egipto, sino también el paso del frío al calor, del invierno a la primavera, de la siembra a la cosecha, era la fiesta de la alegría y la fertilidad y no se efectuaba en el solemne marco de la sinagoga sino en la intimidad de los hogares cumpliendo así con una vieja promesa hecha al Eterno. "Cada uno procurará un animal para su familia, uno por casa. Si la familia es demasiado pequeña para comérselo, que se junte con el vecino de casa, hasta completar el número de personas y cada uno comerá su parte hasta terminarlo. Será un animal sin defecto, macho, de un año, cordero o cabrito. Lo guardaréis hasta el día catorce del mes, y toda la asamblea de Israel lo matará al atardecer. Tomaréis la sangre y rociaréis las dos jambas y el dintel de la casa donde lo hayáis comido. Esa noche comeréis la carne, asada a fuego, comeréis panes sin fermentar y verduras amargas. Y lo comeréis así: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano y os lo comeréis a toda prisa, porque es la Pascua, el paso del Señor". Sus amigos preguntaron a Yeshúa: "¿dónde quieres ir a comer el cordero de Pesaj?" y ellos hicieron lo que él les dijo. Llegaron a la ciudad, siguieron un hombre que acarreaba un cántaro de agua y entraron en una casa con la puerta manchada de sangre, completamente limpia de levadura, un fermento corrupto. Subieron a una sala grande, ya dispuesta y preparada, y colocaron lo necesario para el ritual de la fiesta. Con la cena debían beber, al menos, cuatro copas de vino: la primera para el Kadesh, el brindis; la segunda para el Mishpat, la evocación de la salida de Egipto, la tercera para la Redención y la cuarta para el Halel o bendición final. Tomarían karpás, las hierbas amargas dictadas por el Altísimo que eran apio o perejil mojado en sal, y también matzá, pan ácimo sin fermentar, unas hogazas quebradizas y secas que rememoraban el pan que los judíos no tuvieron tiempo de preparar en su presurosa huída. Y huevos duros, el símbolo ancestral de la fertilidad de los pueblos antiguos, con el que  recordarían también la dureza del alma del Faraón.
Recreación de la última cena
No tuvieron que vestirse de viaje, nunca dormían dos noches en el mismo sitio, eran viajeros. Se reclinaron frente a unas mesas bajas dispuestas en forma de U, apoyados sobre el brazo izquierdo, siguiendo las costumbres de los convites romanos porque sólo los hombres libres comían reclinados y los judíos eran libres.
Yeshúa, al que llamaban "rabino" o "maestro", se colocó entre los demás y bebió el vino del Kedesh y del Mishpat. Pero cuando hubo de lavarse las manos para la Urjatz o la ablución, se levantó de la mesa, se quitó el manto, ató una mappa a su cintura, puso agua en un lebrillo y lavó los pies de los demás, secándolos con ella. Hubo gestos de desconcierto. ¡El rabino, de rodillas, con las manos manchadas! Aquella misma mañana, en Betania, le habían acusado de dejarse querer por una joven que le había ungido con un carísimo perfume y ahora él, con aquel gesto, se humillaba. Algunos retiraron los pies, otros protestaron. Pero él les dijo: "¿Entendéis lo que he hecho? Os he lavado los pies, y así vosotros deberéis lavaros los pies unos a otros".
Tomaron con los dedos el Karpás, las verduras mojadas en agua salada, aquellas hojas que hacían llorar, pero no recordaron las lágrimas y la amargura de los hebreos durante la esclavitud.  "Os aseguro que uno de vosotros me entregará, el que come conmigo", comentó el rabí. Ellos se preguntaron, tristes: "¿Seré yo, seré yo?" Y todavía con el sabor de la sal en los labios, él respondió, resignado: "Uno de los doce, uno que moja conmigo en el mismo plato."
Llegó el Yajatz para cortar y distribuir las tres hogazas apiladas de matzá. Era un instante solemne, todas las familias de Israel reflexionaban y hablaban de la historia de su pueblo, de los antepasados y de la tradición, transmitiéndose los conocimientos heredados de los padres. Pero Yeshúa iba a entregarse al día siguiente y su pensamiento estaba lejos del Sinaí y de Moisés y hablaba del futuro y de la nueva era. Lo que se iba a consumir no era el pan del Éxodo, sino su propia vida. "Tomad y comed", les dijo, "porque esto es mi cuerpo, el que será entregado."
En el momento de la Redención tomó la tercera copa de vino. Antes de beber, dio gracias al Eterno, pero no sentía aquellos ritos como suyos. Los judíos, sus hermanos, le habían condenado, él nunca volvería a celebrar el Pesaj. Aquella comunión marcaba un nuevo pacto con Dios,  distinto al de Abraham, al de Jacob, al de Moisés. "Bebed, porque esta es mi sangre", sentenció, "es la sangre de la nueva alianza nueva y eterna que será proclamada por vosotros".
Mesa preparada para el Seder de Pesaj
Les dijo que no temieran, que no les abandonaba, que debían seguirlo aún cuando se hubiera ido, que él era el camino, la verdad y la vida porque él estaba en el Padre como el Padre estaba en él. Que perdonaran y se amaran unos a otros. No hubo Halel, ni Barej, o Nirtzá, olvidaron la comida y el cordero sacrificado. Él mismo se sacrificaría al día siguiente, ante el Sanedrín, ante Roma y ante una desconsolada multitud. Cuando dijo: "Levantáos, salgamos de aquí", todos sabían que aquello que acababan de vivir no era el Seder del Pesaj, era una ceremonia completamente nueva, un rito que habría de salir de la intimidad del hogar para celebrarse en la solemnidad de una misa y desde ahí elevarse al altar de un templo y emprender el vuelo hacia el arte y hacia Dios.

viernes, 28 de marzo de 2014

Amor en la mesa, Vol. I, ya en papel


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Jarros, jarras y aguamaniles

Pareja de jarros con Baco y Neptuno, Wedgwood, Inglaterra, S. XX
No hay vida sin agua. Del agua salieron las primeras formas vitales, fue en el agua donde las bacterias se transformaron en protozoos, en peces, en anfibios. El agua, que calma la sed, hidrata, limpia y hace crecer las cosechas, es fundamental en la supervivencia. Sin agua no habría bosques o ciudades, no habría seres vivos, el planeta estaría muerto, no habría nada.
Los antiguos intuyeron la importancia de esa combinación de átomos de oxígeno e hidrógeno como generador y mantenedor de la existencia mucho antes que Darwin publicara su teoría de la evolución de las especies. Aparece mencionada en la Biblia, en el Génesis, ya desde el primer capítulo: "Luego dijo Dios: haya un firmamento entre las aguas que separe unas de otras." Y también se cita en los  textos filosóficos griegos, que le atribuyen un papel importante en el origen del mundo. Así, Tales de Mileto, uno de los siete sabios, afirmó que el agua, el arjé, era la sustancia última del cosmos, de la que todo provenía y Empédocles la consideró uno de los cuatro elementos fundamentales, junto al fuego, la tierra y el aire. Al otro lado del mundo hacia oriente, en China, el agua fue siempre reverenciada como una de las fuerzas principales, regaba la tierra y apagaba el fuego, potencias que actuaban sobre la madera y el metal.
Aguamanil en forma de pájaro. Al Andalus, S XII
El agua estuvo en la Tierra antes que el hombre, pero el hombre la necesitaba, no podía pasar sin ella y tuvo que buscarla, traerla de los ríos, lagos y arroyos y acumular los regalos de la lluvia. Aprendió a desviar el caudal, a construir puentes y acueductos, diques, presas, estanques, acequias y piletas. Fabricó utensilios para recogerla y distribuirla, ánforas, cántaros y vasijas de cerámica y de metal que modeló, policromó e hizo bellos. Y puso nombre a las partes de aquellas formas siguiendo su propia anatomía, su propia imagen y semejanza, y las llamó boca, labios, cuello, hombros, panza. Y supo que algunos de esos recipientes domésticos para el agua y otros líquidos debían ser ligeros, para levantarlos con una mano, y tener dos elementos imprescindibles: un asa para sostenerlo y un pico vertedor que dirigiera el líquido al caer.
La costumbre de lavarse las manos antes de comer viene de muy antiguo. La mayoría de las religiones reconocen el poder purificador del agua y las abluciones constituyen una práctica habitual en muchas ceremonias religiosas, a menudo con agua perfumada en flores, hierbas o esencias. Los griegos y romanos, que comían reclinados, usando sólo la mano derecha, convirtieron aquel rito en una costumbre cotidiana y llevaron las abluciones a la mesa. El agua, que servía también para beber, era traída por los esclavos de Roma en el aquamanirium o aquamanarium -de aqua (agua) y manus (mano)–, una vasija de cuello alto, con asa y pico vertedor, que venía casi siempre sobre una bandeja profunda, una especie de lebrillo o palangana que recogía el agua vertida.
Tras la caída del imperio romano el cristianismo mantuvo el papel purificador del agua en muchos de sus ritos. Durante la misa, el sacerdote se lava las manos antes de oficiar; el bautismo, la bendición o la consagración giran en torno al agua. Los útiles de la misa, los aguamaniles, las vinagreras, la patena y los cálices fueron siempre piezas sagradas que se encargaban a los mejores maestros y artistas, quienes los realizaban en materiales preciosos.
Aguamanil de lapislázuli. Florencia, c. 1600
Los aguamaniles de uso civil estuvieron a punto de desaparecer de Europa durante la Edad Media porque los ritos o la higiene no eran propios de una tierra en lucha, pero hubo algunos. Los más populares eran los de metal con forma de pájaro, león o caballo. El metal era duradero, eterno, no se rompía; su uso estaba limitado a los más privilegiados. Eran piezas hechas para permanecer y vencer incluso al tiempo.
Con el islam, el vidrio, relegado desde los tiempos de Roma, experimentó un tímido renacer. Los musulmanes sabían que era perfecto para proteger la luz de las lámparas e identificar las impurezas de los líquidos. Transparentaba el contenido y prevenía de los envenenamientos, pero era un material frágil que se rompía mucho, apenas quedan ejemplos conservados. Fueron también los árabes quienes llamaron jofaina  (“yufaina”) a la palangana que recogía el agua del aguamanil y quienes utilizaron por primera vez el término jarra (“djarrah”), para referirse a un vaso con dos o más asas que usaban para guardar y servir líquidos (el jarro, por el contrario, sólo tenía una). Con el tiempo, la palabra castellana "aguamanil" pasó a denominar a casi cualquier recipiente que tuviera algo que ver con el agua, ya fuera un depósito de cerámica colocado en la pared, un mueble de madera que escondía la palangana y el jarro, los utensilios en sí o un simple cuenco lavamanos.
En el Renacimiento los aguamaniles civiles recuperaron protagonismo en la mesa y se encargaron también a los mejores artistas y orfebres, que superaron con creces las cotas de excelencia alcanzadas por los clásicos. A veces aparecían sobre el mantel, pero lo más normal era que estuvieran sobre el buffet o el aparador. La servilleta era ya un elemento permanente en las mejores casas y los jarros se  especializaron en presentar y verter agua, vino, aceite u otros líquidos. Los aguamaniles encontraron un espacio propio en los dormitorios y en las estancias particulares, a veces envueltos en muebles especiales, hechos a propósito, otras colocados simplemente sobre una mesa o un armario bajo. Durante los tiempos del dominio español, la forma más popular fue el denominado Jarro de Pico, que toma su nombre de su pronunciado pico vertedor. Estos jarros de plata maciza, boca ancha y sin cuello, realizados por todos los plateros españoles y coloniales, respondían bien a la estética del imperio: sobrios como el negro "ala de cuervo" que llevaban sus dignatarios; recios como sus convicciones, pesados como la carga de su misión evangelizadora.
Aguamanil en cristal de roca. S. XVI.
Tesoro del delfín, Museo del Prado.

Jarros y jarras continuaron firmes en la mesa, pero el aguamanil quedó definitivamente desterrado cuando en el siglo XVIII se generalizó el uso del tenedor. A partir de entonces, lavarse las manos antes de comer dejó de ser importante. También fue desapareciendo de los dormitorios; apenas el agua llegó a los hogares en tuberías y cañerías, las jofainas se transformaron en lavabos y los picos vertedores en grifos.
Desde finales del siglo XX el agua mineral libra en la mesa una batalla contra el agua corriente. Las botellas de las fuentes y balnearios han encontrado un nicho de mercado y compiten contra las jarras, con su asa y su pico vertedor, que reciben el agua doméstica y abren la boca en gesto de protesta. Quizá sea un buen momento para reivindicar lo corriente, el agua que brota de los grifos y que aparece en un instante, con sólo hacer un movimiento pequeño, un agua digna de un príncipe del Renacimiento o de cualquiera de los nobles caballeros que, para saciar su sed, usaban un aguamanil de cristal.