viernes, 17 de mayo de 2013

El banquete de Baroja

Los principales miembros de la Generación del 98:  Miguel de Unamuno, Ramiro de Maeztu, Azorín, Pío Baroja, Ramón del Valle Inclán y Antonio Machado.


Cuando el siglo XX saltó a la arena del tiempo, un banquete era el mayor signo de reconocimiento social que se podía recibir en España. Apenas había premios, mucho menos oficiales. Los amigos y conocidos ponían una cantidad, elegían un lugar, cenaban, bebían y leían discursos en nombre del honrado. 
Aquel día, el 25 de marzo de 1902, el elegido fue un escritor de veintinueve años, Pío Baroja, que acababa de publicar su última novela, Camino de Perfección. El libro narraba la odisea melancólica de Fernando Osorio, un personaje asfixiado por el ambiente de Madrid, de donde escapaba para recorrer sin rumbo fijo las ciudades de la meseta castellana. Tenía toques autobiográficos. Tanto Baroja como sus dos colegas y  amigos Ramiro de Maeztu y José Martínez Ruiz (que aquel año cambiaría su nombre por el de Azorín),  habían pasado el último año combatiendo a las instituciones y a los políticos de la época, sin resultado. Desde 1898 España no era nada más que un despojo, un país hundido, miserable, ahogado en deudas, atrasado respecto al mundo y anclado en un pasado glorioso que no reaparecería nunca. Los tres se habían dedicado a romper las tablas, los últimos restos del naufragio de un barco antes invencible que se había hundido definitivamente cuatro años antes, tras la derrota ante Estados Unidos en la guerra de Cuba, con la pérdida de las últimas colonias. A partir de entonces habría que hacer tabla rasa, empezar de nuevo con regeneración, con impulso, con educación. 
El hundimiento del Maine, desencadenante de la Guerra de Cuba
Habían hecho lo imposible por agitar al país: organizaron manifestaciones, escribieron artículos incendiarios, recaudaron fondos, recorrieron los pueblos acompañando a los políticos. Pero no consiguieron más allá de buenos consejos y  palmaditas en la espalda. Todo seguía igual. Ni las palabras ni los hechos cambiaban nada. El desencanto flotaba en el aire y Baroja estaba harto.
El programa-convocatoria de aquel día fue escrito entre dos de los tres, con toques geniales de Valle-Inclán, compañero del periódico El País en el que todos escribían. Decía así: 
"Esta es la deleitosa y apacible comida que celebramos en loor de nuestro ingenioso amigo el Sr. D. Pío Baroja, en razón de haber dado a la estampa su peregrina novela que se dice Camino de perfección. El cual convite será tenido en Madrid el martes a 25 días del mes de marzo del año de gracia de mil novecientos y dos, a las ocho y media de la noche, en el famoso Mesón y Parador llamado de Barcelona, que se halla en la calle de San Miguel, número 27 (entrando por la del Caballero de Gracia a la derecha mano) con la asistencia de muchos y honrados hidalgos, tan ponderados por sus hazañas como por sus letras".
Aquella noche, alrededor de la puerta del Mesón de Barcelona, una posada digna de los tiempos de Cervantes o Lope de Vega, se arremolinaron un montón de vecinos, viandantes y curiosos con ganas de ver el desfile de celebridades, alrededor de ochenta personas (lo más florido de las artes y las letras) que llegó en incesante goteo. Los convocados atravesaron un portal largo y oscuro y aparecieron en una sala estrecha, de techo bajo, que no parecía capaz de albergar a más de veinte personas. Sin saber muy bien cómo, tomaron asiento apretujados alrededor de una mesa vestida con mantel de cuadros y puesta con cubiertos de palo y vajilla de barro cocido.
Presidió don Benito Pérez Galdós, a sus casi sesenta años, silencioso como siempre, observando con atención. Su presencia era un gesto de apoyo a las nuevas generaciones literarias, encargadas de recoger el testigo de la novela española que, en la encrucijada entre dos siglos, parecía algo mortecina. Estaban también el periodista Mariano de Cavia, el editor Ortega Munilla (padre de un filósofo que todavía no lo era) y otras plumas como Silverio Lanza o el músico Amadeo Vives.
Pío Baroja
Los camareros, vestidos con pantalón de pana, pañuelo rojo, boina y servilleta al brazo, iban de un lado a otro presentando cazuela de arroz con despojos, alcaucíes rellenos, terneruela apedreada con limón ceutí, pescado seco, cordero asado, frutas y quesos. Regaban las viandas con Valdepeñas trasañejo y combatían los efluvios etílicos con café, al que los periodistas llamaban "brebaxe de las indias".
A los postres llegaron los discursos. Primero leyó Martínez Ruiz una elocuente disertación que sintetizaba las aspiraciones literarias de la juventud allí reunida. Maeztu hizo un brevísimo brindis en honor del homenajeado y de la nueva literatura. Mariano de Cavia fue más personal: "el presente está preñado de porvenir y que el hoy que aplaudimos es hijo del ayer. El ayer que debemos aplaudir es don Serafín Baroja, padre del autor de Camino de perfección." Hubo más discursos y más palabras. "En nuestra modesta obra de destrucción, no tenemos prejuicios. Destruimos sencillamente por instinto, por el placer de destruir. Otros vendrán que edifiquen. Después de todo, si no quieren edificar, a nosotros nos tiene sin cuidado". 
Habló Silverio Lanza. Dijo de Baroja y dijo mal. "El defecto de su obra es que carece de mujeres, que no hay en ella una sola mujer verdadera". Al aludido no le hizo mucha gracia. Se oyeron risas nerviosas y hubo un silencio tenso. A las once dieron por terminado el banquete y los reunidos volvieron a sus guaridas: unos, a sus redacciones; otros, a sus casas. La desconfianza de Baroja hacia el ser humano no disminuyó, todo lo contrario. Se retiró de la vida activa, de los periódicos y de la militancia pública. A partir de aquel día se dedicó sólo a escribir, aunque arrastraría para siempre fama de desconocer el alma femenina. El escritor respondió a la crítica propalando la misoginia agresiva de Lanza, al que atribuyó una frase celebérrima: "A las mujeres y a las leyes hay que violarlas para hacerlas fecundas".