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Copas de champagne en vidrio grabado. USA, años 30. |
Queriendo complacer a María
Antonieta, el rey encargó al arquitecto Richard Mique que construyera también en
Rambouillet una vaquería que debía superar en delicadeza y femineidad a todas
las demás. La laiterie de la reine era
un capricho infantil, primoroso. Se alzaba en el jardín como un diminuto templo clásico, en
piedra, entre dos de los recios torreones del viejo castillo. Tenía sólo dos habitaciones. En la primera, entre el suelo de tarima brillante y los muros decorados con frescos neo pompeyanos, destacaba una chimenea de mármol frente a una exquisita
sillería diseñada ex professo por el
ebanista del rey Georges Iacob. La otra era un santuario a la leche, un recinto
presidido por una estatua de Amaltea esculpida en mármol por Pierre Julien, colocada
entre un fondo de rocas y rodeada de paredes con hornacinas en las que resplandecía un
servicio de porcelana completo, con sus cubos blancos con vetas marrones imitando la madera y muchas otras piezas para almacenar y servir la leche y sus derivados.
El rey supervisó el trabajo de sus
maestros en el diseño de las porcelanas y los tazones llamaron
especialmente la atención. Apoyaban en un pie trípode con cabezas de cabra y representaban
un pecho femenino en un suave color carne, con un pezón rosado en el fondo. Su
picante forma pronto corrió de boca en boca y pasaron a la leyenda popular
con el apodo de los jattes tétons (cuencos
tetones), un ejemplo de la decadencia de los reyes y especialmente de María Antonieta, supuesta modelo de los cálices. En realidad, derivaban de una tipología antigua, de un vaso que
los griegos conocían como “mastos” (mama), utilizado en algunas ceremonias (sobre todo de fertilidad) y citado en la Ilíada, del que existen ejemplos al menos desde época arcaica.
El coleccionista Dominique Vivant-Denon tenía uno en la colección de cerámica
griega que reunió en sus viajes por Europa y, seguramente, Luis XVI lo conocía.
Las porcelanas llegaron a Rambouillet en dos tandas, la última en 1788, pero María Antonieta no pudo disfrutar de ellas. Al año siguiente estalló la
revolución en Francia, arrasó los palacios, cortó la cabeza a los nobles y destruyó
muchas obras de arte. Pasaron el Directorio, el Consulado y el Imperio y la fama de
los jattes tétons se mantuvo viva. Josefina Bonaparte,
usufructuaria de Rambouillet, encargó unas reproducciones a partir de los moldes
originales, realizadas en blanco y dorado, aunque nunca llegó a vestirse de pastora
ni los utilizó para beber leche. Porque el siglo XIX fue el siglo del
champagne.
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Mastos con Hércules y el ciervo. Atenas, S. V aC |
El vino espumoso era ya conocido en los tiempos de Roma, aunque desde las últimas décadas del XVII habían surgido grandes avances en
la producción gracias, sobre todo, a la sabiduría del monje Dom Pierre Perignon
en materia de viñas, viñedos y corchos, y a las técnicas de los ingleses en el
campo las botellas. Los esfuerzos fructificaron y los bodegueros de la región de la Champaña francesa consiguieron finalmente mantener dentro del vidrio aquel vino del diablo, sin que estallara por
la presión de las burbujas.
Hacia 1830 los cristaleros ingleses crearon una copa con una boca muy abierta para recoger el líquido que escapaba de la botella al descorcharla. Era una copa derivada, a su vez, de una forma antigua muy popular entre los vidrieros renacentistas de la isla de Murano y que nada tenía que ver con el pecho de nadie, sino más bien con un frágil recipiente digno de los dioses donde bebían exquisitos néctares y dulces bebedizos: la tazza.
Aún así, las máquinas fabricaban cristalerías completas para cubrir las necesidades del nuevo servicio a la rusa, y en los salones corría el rumor de que la copa de champagne había sido moldeada a partir de los jattes tétons de María Antonieta, leyenda que se avivó al ser una bebida de fiesta, de alegría y de lujo, cuyos poderes afrodisíacos habrían llevado a la voluptuosidad y a los excesos del XVIII. Pero este era un rumor antiguo. A lo largo de la historia los hombres habían atribuido a otras amantes célebres el honor de haber tenido un pecho que sirviera de modelo para algún tipo de cáliz. Así ocurrió con Madame du Barry, la querida de Luis XV; Diana de Poitiers, la de Enrique II; o Helena de Troya, la de Paris. Durante el siglo y medio siguiente el champagne se tomó en estas copas anchas, muchas veces colocadas unas sobre otras formando torres, auténticas fuentes en las que el vino centelleante corría desde la primera hasta la última lamiendo el brillo del cristal tallado para llenar el espacio con los sabores de la alegría y de la victoria.
Por fin, a mediados del siglo pasado los enólogos se dieron cuenta de que la copa de champagne calentaba el vino, dispersaba las burbujas e impedía apreciar bien los aromas. La femenina copa de boca ancha pasó a servir los cocktails, los postres y las mousses, y los vinos espumosos encontraron refugio en la copa flauta, alargada y de boca estrecha, una forma evidentemente masculina cuyas dimensiones no relacionamos con el atributo de ningún nombre en particular, pero con la que hombres y mujeres brindan cada vez que quieren beberse las estrellas.
Hacia 1830 los cristaleros ingleses crearon una copa con una boca muy abierta para recoger el líquido que escapaba de la botella al descorcharla. Era una copa derivada, a su vez, de una forma antigua muy popular entre los vidrieros renacentistas de la isla de Murano y que nada tenía que ver con el pecho de nadie, sino más bien con un frágil recipiente digno de los dioses donde bebían exquisitos néctares y dulces bebedizos: la tazza.
Aún así, las máquinas fabricaban cristalerías completas para cubrir las necesidades del nuevo servicio a la rusa, y en los salones corría el rumor de que la copa de champagne había sido moldeada a partir de los jattes tétons de María Antonieta, leyenda que se avivó al ser una bebida de fiesta, de alegría y de lujo, cuyos poderes afrodisíacos habrían llevado a la voluptuosidad y a los excesos del XVIII. Pero este era un rumor antiguo. A lo largo de la historia los hombres habían atribuido a otras amantes célebres el honor de haber tenido un pecho que sirviera de modelo para algún tipo de cáliz. Así ocurrió con Madame du Barry, la querida de Luis XV; Diana de Poitiers, la de Enrique II; o Helena de Troya, la de Paris. Durante el siglo y medio siguiente el champagne se tomó en estas copas anchas, muchas veces colocadas unas sobre otras formando torres, auténticas fuentes en las que el vino centelleante corría desde la primera hasta la última lamiendo el brillo del cristal tallado para llenar el espacio con los sabores de la alegría y de la victoria.
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Baco, por Caravaggio, brindando con una tazza. (1595) |