viernes, 10 de mayo de 2013

Erasmo, el educador

Erasmo de Rotterdam (detalle). Hans Holbein, 1523

En la Edad Media, la sociedad europea estaba organizada en grupos estancos e independientes. En la cima de la pirámide, la Iglesia, las cortes y sus nobles. Abajo, en el submundo, los siervos de los señores. En el medio, toda una serie de oficios y profesiones: soldados, comerciantes, artistas y artesanos, regidos todos por las leyes que marcaban sus gremios y sus guildas, unas normas prácticas que fijaban los deberes de un oficio y no un comportamiento social.
Los nobles de los castillos pasaron de ser violentos guerreros a cortesanos domesticados. Aparecieron los primeros textos sobre las virtudes de los caballeros, obras como la Glosa castellana al Regimiento de Príncipes, el Llibre de Cortesía y, por fin, a principios del siglo XVI, El Cortesano, de Baltasar de Castiglione. Esa cortesía que promulgaban es un término que etimológicamente remite a las cortes caballerescas medievales, a las clases dominantes y, más que un catálogo de buenas maneras, transmitía un tipo de moralidad. Ser cortés implicaba virtudes como sinceridad, bondad, nobleza de corazón, piedad, templanza, o prudencia; cualidades como el valor, la fidelidad a la palabra dada, el desprecio por el cansancio o la muerte; el orgullo de pertenecer a un linaje, el amor a Dios y a Cristo y la lealtad a la nación en que se nace. Estos corteses caballeros cogían la carne con los dedos, usaban un mismo plato, bebían el vino en la misma copa, sorbían la sopa del mismo cuenco y se limpiaban los restos de comida con la manga o el vestido.
De la Urbanidad en la infancia. Ed. 1537.
En 1530, dos años después de la publicación de El Cortesano, Erasmo de Rotterdam escribió De civilitate morum puerilium, (De la urbanidad en la infancia), un tratado de buenos modales, práctico y metódico, dedicado a un niño, Enrique de Borgoña. Lo dividió en veinte capítulos que hablan del cuidado del cuerpo, del vestido, de la forma de conducirse en la iglesia, en la mesa, en el juego y en el dormitorio. El autor, un humanista convencido, creía que la cultura universal eliminaría las desigualdades entre los hombres, que éstos crecerían gracias a los libros, porque sólo los ineducados y los no instruidos caían presos de sus pasiones irracionales. Erasmo se tomaba su labor con un celo evangelista blandiendo en sus manos, eso sí, los libros y no la cruz, porque no había en el mundo nada que detestara más que el fanatismo, el verdadero muro de la razón. 
Cuando puso estas reglas por escrito, el autor no sabía (aunque posiblemente lo deseaba) que estaba sentando las bases de la democratización de las costumbres. De hecho, el sociólogo Norbert Elias da mucha importancia al texto y afirma que "transforma el concepto de civismo en el de civilización". Y sí. Porque Erasmo no presenta la educación como una herramienta para diferenciar a la nobleza de las clases populares, sino, sobre todo, al hombre del animal. Muestra una situación en la que un ser humano ve cómo otro come, se alimenta, sacia un instinto primario que puede ser desagradable a la vista.
En la mesa, el libro fija la posición de los cubiertos (cuchillo y cuchara la derecha, pan a la izquierda) e impone reglas muy básicas de comportamiento: los comensales tienen que llevar su propio cuchillo limpio. Los tenedores se usan, sobre todo, para servir la carne de la fuente. Si alguien ofrece algo líquido, hay que probarlo y devolver la cuchara seca. Se come con la mano, luego hay que lavarse las manos antes de comer. No hay que meter la mano en la bandeja nada más sentarse, eso es cosa de lobos y glotones. No se hunden los dedos en la salsa. No hay que llevar las dos manos a la fuente, sino utilizar sólo tres dedos de la derecha. Si éstos se llenan de grasa, nunca es correcto chuparlos o secarlos en la ropa, hay que limpiarlos con la servilleta. No hay que ser el primero en abalanzarse sobre la bandeja que se presenta, tampoco que rebuscar en la fuente, sólo tomar el trozo que aparece más a mano. No es correcto dar la vuelta a la bandeja y coger el mejor pedazo. Lo que no quepa en la mano se colocará en el plato. Si alguien ofrece un trozo de comida con la cuchara, el contenido se pondrá en el plato o bien se tomará del cubierto y se devolverá limpio. Cuando se ofrece a los demás el vaso propio para beber, o si todos beben de una jarra común, hay que limpiarse la boca antes. Es mejor no ofrecer a otro la carne que uno está comiendo, aunque esto sea signo de aprecio, porque no es muy correcto ofrecer a otro lo que uno tiene ya medio comido. Volver a mojar en la salsa un trozo de pan del que ya se ha mordido es de aldeanos y es todavía menos elegante sacarse de la boca los trozos masticados y ponerlos de nuevo en la fuente. Si no se puede tragar algo, hay que volverse disimuladamente y echarlo en alguna parte.
Banquete de monos. Ferdinand van Kessel, (1626-1679)
El libro está escrito en segunda persona, con un modo imperativo y firme. Como toda la obra del humanista holandés,  treinta años después de su publicación fue incluido en el  Index librorum expurgatorum, el "Índice de libros prohibidos", una lista de las publicaciones que la Iglesia Católica catalogó como perniciosas para la fe. Aún así, fue un exitazo editorial. Antes de la muerte del autor, en 1536, se había reimpreso más de treinta veces y, a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII sobrepasó las ciento treinta reediciones. Muy pronto se tradujo al inglés, al francés, al alemán y al checo. A España tardó algo más en llegar, aquí la sombra de la Contrarreforma fue muy alargada. Hubo una versión en catalán, pero la primera edición en castellano (bilingüe) apareció casi medio milenio después, en 1985, gracias a la traducción de Agustín García Calvo. 
Desde su publicación, las costumbres de la mesa cambiaron, las formas se pulieron, los gustos se modificaron, cada época impuso sus normas, cada pueblo sus excepciones. A lo largo de los siglos siguientes, las clases altas introdujeron otras variantes para distinguirse, nuevos cubiertos de mesa, maneras de utilizarlos, usos, modos y conductas impuestos con una misma idea: eliminar de la mesa lo desagradable, lo feo que puede tener el comer. Los tenedores se volvieron prácticos, los dedos se apartaron de los alimentos y las bocas se mantuvieron cerradas. A partir de los cimientos levantados por Erasmo de Rotterdam se construyó el gran edificio de urbanidad que supone compartir la comida con los demás, el primer gesto que diferencia al humano de la bestia porque, como el propio humanista subraya, nadie puede para sí elegir padres o patria; pero puede cada cual hacerse su carácter y modales.