El Príncipe Kurakin, por Vladimir Borovikovsky, 1801 |
En la primavera de 1810 el príncipe Alexander Borísovich Kurakin tenía
motivos para estar preocupado. Desde hacía ocho años, el tiempo que llevaba al
frente de la diplomacia rusa en París, intentaba evitar que Napoleón se lanzara sobre Rusia con el ansia de una fiera hambrienta. Ya no confiaba en el tratado de
no agresión firmado en Tilsit en 1807, sabía que el Emperador conocía los
tejemanejes del zar con Inglaterra, su eterno enemigo, y empleaba todos sus
recursos personales y diplomáticos (que no eran pocos) en evitar lo inevitable. Cuando en abril se vieron las primeras tropas rusas cerca de la frontera polaca, Napoleón, colérico, mandó llamar al príncipe al Elíseo y le anunció su intención de llegar a Moscú, no sin antes ordenar que trasladara al zar el profundo
afecto que sentía por él a nivel personal.
Kurakin amaba la vida y no quería guerra. Era un príncipe a la antigua, un boyardo crecido en los palacios de la Gran Rusia de amos y de siervos, un mundo que
mantenía todos los privilegios de la nobleza que Francia acababa de erradicar. Fue al colegio con el Gran Duque Pablo, hablaba cuatro idiomas, tenía gustos caros y
era famoso por su desmedida pasión por los diamantes, que compraba por kilos.
Tantos llevaba encima que, durante el incendio del baile de la embajada austriaca el año
anterior, las piedras habían salvado su vida al impedir que el fuego
prendiera en el abrigo, incapaz de atravesar aquella muralla dura y fría. Su
fama de vividor y de don Juan le acompañaba siempre. Aunque no estaba casado, en San
Petersburgo le atribuían una veintena de hijos naturales que los parisinos, amantes
de la exageración, cifraban en setenta.
El príncipe hizo todo lo que estuvo en su mano para evitar el ataque francés. Envió cartas a San Petersburgo advirtiendo del peligro. Insinuó al Emperador los riesgos de la invasión. Pero, ¿reportaba su labor en París algún provecho? ¿Sería necesario reemplazarlo por alguien más joven y ágil? Estas cuestiones también se planteaban en los pasillos del Palacio de Invierno.
Kurakin decidió hacer algo por su cuenta. Plantar batalla desde París, con sus armas y en su campo: el comedor de su casa. Sabía que los nuevos poderosos de Francia eran burgueses venidos a más o militares recién salidos de la lucha y quiso apabullarlos, épater le bourgeois, como décadas después dirían los poetas, hacer que dieran con sus nalgas de nuevos ricos en las alfombras del palacio abrumados por el poder de la Rusia de los Zares.
Antes de la guillotina y del Terror, los banquetes de los nobles eran larguísimas colaciones de cuatro o cinco horas servidas a la francesa, con todos los manjares sobre la mesa, de los que cada uno picaba a su gusto según tenía más cerca, unas comidas relajadas y distendidas con poco servicio y mucha intimidad. Pero en Rusia las cosas eran diferentes. Al traspasar las puertas de la embajada, los invitados regresaban al Antiguo Régimen, pero a un Antiguo Régimen con más lujo, siervos y riqueza que el francés, a un mundo de servidumbre programado para que nadie tuviera que hacer el menor esfuerzo.
El príncipe hizo todo lo que estuvo en su mano para evitar el ataque francés. Envió cartas a San Petersburgo advirtiendo del peligro. Insinuó al Emperador los riesgos de la invasión. Pero, ¿reportaba su labor en París algún provecho? ¿Sería necesario reemplazarlo por alguien más joven y ágil? Estas cuestiones también se planteaban en los pasillos del Palacio de Invierno.
Kurakin decidió hacer algo por su cuenta. Plantar batalla desde París, con sus armas y en su campo: el comedor de su casa. Sabía que los nuevos poderosos de Francia eran burgueses venidos a más o militares recién salidos de la lucha y quiso apabullarlos, épater le bourgeois, como décadas después dirían los poetas, hacer que dieran con sus nalgas de nuevos ricos en las alfombras del palacio abrumados por el poder de la Rusia de los Zares.
Antes de la guillotina y del Terror, los banquetes de los nobles eran larguísimas colaciones de cuatro o cinco horas servidas a la francesa, con todos los manjares sobre la mesa, de los que cada uno picaba a su gusto según tenía más cerca, unas comidas relajadas y distendidas con poco servicio y mucha intimidad. Pero en Rusia las cosas eran diferentes. Al traspasar las puertas de la embajada, los invitados regresaban al Antiguo Régimen, pero a un Antiguo Régimen con más lujo, siervos y riqueza que el francés, a un mundo de servidumbre programado para que nadie tuviera que hacer el menor esfuerzo.
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La ceremonia de emplatar |
Noche tras noche, los allí presentes tomaban asiento cruzando miradas de desconcierto. Kurakin abría la servilleta, la colocaba sobre el regazo y comenzaba el espectáculo. El servicio entraba en el comedor poniendo frente a cada invitado, por la derecha, una fuentecita con ostras o caviar que, una vez terminada, retiraba metódicamente por la izquierda. Para dar a entender que había terminado, el príncipe juntaba los cubiertos en el plato, fijando la hora de las seis y media en aquel imaginario reloj. Seguía una sopa humeante, servida en tazas de porcelana dorada. Tomaban rábanos, apio, aceitunas, almendras, pescado con patatas, pepinillos en vinagre, asado con verduras y champiñones. Entre platos, para limpiar el paladar, bebían un ponche romano a base de frutas, con algo de alcohol y clara de huevo. Después degustaban gamo asado o una pieza de caza presentada entera en una fuente de plata que se colocaba sobre un carrito para trinchar y emplatar. Llegaba la ensalada, las alcachofas y las espinacas en hojaldre, presentadas siempre con la misma coreografía: el servicio retiraba el plato vacío y lo sustituía por uno lleno en una secuencia preparada que no requería ninguna acción por parte del comensal. Al llegar el dulce, colocaban frente a cada uno un paño redondo de fino encaje, cubiertos de postre y un lavamanos. Kurakin, con naturalidad, utilizaba el lavamanos, ponía el tenedor a su izquierda y la cuchara a la derecha, y comía pastel y helado o untaba mantequilla en el pan con pedacitos de queso antes de probar los guirlaches y los bombones. El vino y los licores alegraban la conversación y brotaban las risas mientras el servicio, ni siquiera dueño de su propia vida, continuaba el ritual o mantenía el tipo con la mirada perdida en el vacío.
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Cena con servicio a la rusa |
Cuando en junio de 1812, la Grande Armeé de Napoleón, formada por 691.500 hombres, el mayor ejército jamás reunido hasta entonces, cruzó el río Nemen y enfiló el camino de Moscú, Kurakin presentó su renuncia y regresó a San Petersburgo sintiendo que había fracasado en su misión. Pero fue sólo un sentimiento. Pocos años después, el servicio a la rusa se impondría en los comedores de todo el mundo y allí, entre plato y plato, los nuevos dueños de Europa comentarían que el viejo príncipe estaba en lo cierto cuando advirtió a Napoleón del poder y la potencia del más peligroso de sus adversarios: el General Invierno.