viernes, 1 de febrero de 2013

Ziryab, el mirlo de Córdoba



Ziryab, tocando el ud

En el año 822 llegó a la península ibérica un joven de nombre Abu l-Hasan Ali ibn Nafi al que llamaban Ziryab, El Mirlo, por su tez oscura y su dulce voz. Era un artista de 33 años y gran talento, inteligente, sensible y cultivado, que llevaba al hombro su "ud", un antepasado del laúd construido con sus propias manos y tres veces más ligero de lo normal. Usaba cuerdas muy largas (cinco pares en vez de cuatro), fabricadas con seda y tripas de león, que pulsaba con una garra de águila mientras entonaba canciones propias con su canto bello y bien modulado.
Venía huyendo de Bagdad por un ultimátum impuesto por su maestro, el gran músico Ishaq al-Mawsili quien, tras una brillante actuación ante el entonces califa del imperio Harun Al-Rasid, había comprobado que el talento del aprendiz superaba con mucho al suyo. "No podría perdonar esta ofensa a ningún hombre, ni siquiera a mi propio hijo", le dijo. "Si no te tuviera aprecio, no dudaría en matarte a pesar de las consecuencias, así que ésta es tu elección: abandona Bagdad, establécete lejos de aquí y jura que nunca volveré a oír tu nombre. Si lo haces, te daré dinero suficiente para tus necesidades. Pero si decides quedarte y te enfrentas a mí, te advierto: arriesgaré mi vida y todas mis posesiones hasta que te aplaste." Ziryab escribió entonces al emir de Al-Andalus y ofreció sus servicios en una corte que premiaba el talento y la cultura. 
El emir Al-Hakam era nieto del único superviviente de la matanza de los Omeyas en Damasco, Abderramán I, y gobernaba en Córdoba, una ciudad tranquila y tolerante en la que convivían judíos, cristianos y musulmanes. Los Omeyas descendían de Mu'awiyya, padre de Aisha, la segunda esposa de Mahoma, y eran seguidores de la rama sunní, que respeta no sólo la ley del Coránel libro sagrado de los musulmanes, sino también la Sunna, una colección de dichos y hechos atribuidos a Mahoma transmitidos de forma oral que permite adaptar el islam a las exigencias de la época. Nunca el mundo musulmán volvería a vivir una época semejante de cultura y refinamiento; nunca serían tan premiados la búsqueda de comodidades y el afán de sabiduría. Los Omeyas amaban la belleza y deseaban rodearse de artistas de talento construyendo bibliotecas, traduciendo a los clásicos de Grecia y Roma y embriagándose de comida, vino, poesía, música, matemáticas y filosofía. Al-Hakam respondió solicitando la presencia de Ziryab en la corte y éste cruzó el estrecho de Gibraltar y entró en Córdoba a principios del siglo IX. 
Al llegar, el artista supo de la muerte de su protector. Desconcertado, entró en contacto con el músico judío Abu al-Nasr Mansur, quién le presentó al hijo y sucesor del emir, Abderramán II, que renovó la invitación de su padre. 
Vaso islámico, vidrio camafeo, siglo IX
Muy pronto el prestigio de Ziryab se expandió por la corte de los Omeyas y no tardó en alcanzar un estatus similar al de un ministro de cultura. Sus aportaciones a la música -que fueron desde la creación del primer conservatorio de Europa a la invención de estilos, técnicas y géneros musicales propios- son tantos que merecerían un estudio aparte. Como hombre de corte, sofisticado y exquisito, se interesó por la medicina, las artes y la gastronomía. Trajo astrónomos de la India y médicos judíos de África. Impulsó el ajedrez y otros juegos como el polo, pero fue en el campo de la gastronomía donde realizó algunos de sus mayores prodigios.
La mesa de los Omeyas conoció un esplendor y una exquisitez nunca imaginados. Hasta su llegada, la corte de los emires devoraba alimentos crudos en cuencos de madera sobre una mesa desnuda. Ziryab importó algunas costumbres de Bagdad y otras del norte de África. Convenció al emir para que protegiera la mesa con un mantel de cuero finísimo labrado con técnicas guadamecíes e impulsó el uso del vidrio como recipiente de las bebidas siguiendo las indicaciones del profeta. Promovió la cocina con materias sencillas como los espárragos o las albóndigas y mezcló frutos secos con miel, inventando el guirlache e implantó un menú de tres platos: sopa, pescado y carne -por este orden y servidos por separado- que debía terminar con una degustación de fruta fresca o frutos secos. 
Sus innovaciones abarcaron otros campos como la moda o el peinado, ya que fue él quien observó que las distintas estaciones requerían diferentes materiales y colores, instaurando en Al-Andalus el uso del blanco y el algodón para el verano y las pieles y los tonos oscuros para el invierno. Puso de moda el corte de pelo con flequillo y el afeitado para los hombres. Creó una escuela de cosmética para mujeres cerca del Alcázar, el palacio del emir, inventó una pasta de dientes propia cuyos ingredientes no nos han llegado y estimuló el uso de aceites y ungüentos para el lavado del cuerpo y los cabellos, que hasta entonces sólo se aclaraban con agua de rosas. 
Abderramán II le pagó con un generoso sueldo de 200 monedas de oro al mes, más otras 500 dos veces al año, en verano y año nuevo, y otras mil en cada una de las dos festividades islámicas principales. Puso a su disposición un palacete en Córdoba, villas con tierras de cultivo y le entregó 200 celemines de malta y otros 100 de trigo, partidas que renovaría cada año. Mucho después de su muerte, ocurrida cinco años después de la del propio emir, su legado era tan grande que cuando el emirato creció hasta hacerse Califato, Córdoba era ya el centro cultural del mundo y atraía con su fama a los hombres más prestigiosos de las más lejanas tierras, a aquellos cuyas inquietudes no encontraban respuesta en una Europa todavía sumida en la barbarie.