viernes, 1 de noviembre de 2013

La noche de los muertos

Vanitas. Peter Claesz (Holanda, 1567-1669)

No sabemos qué pasa al morir: hay que estar muerto para saberlo. Pero los muertos no saben; están muertos, y los vivos, los que hemos disfrutado de la compañía de los que ya no están, somos mutilados, hemos perdido una parte de nuestra vida y lo sentimos como una pérdida en nuestro cuerpo porque el cuerpo es la manifestación de la vida. En un instante, 21 gramos de materia han desaparecido, se han volatilizado dejando un cadáver exánime, pálido, inmóvil. Pero, ¿qué pasa con esos 21 gramos de vida? ¿Vuelan, flotan, se desintegran? ¿Penetran en otras vidas? ¿Y qué pasa con el legado y la memoria de los que se han ido, de esos que han modificado la vida de otros en mayor o menor grado?
Todas las civilizaciones del mundo sin excepción, desde la prehistoria, del Pacífico al Índico, han dedicado una parte importante de su arte y de su esfuerzo al culto de los espíritus y a los ritos funerarios. Cada religión y cada pueblo ha contemplado la muerte con una perspectiva distinta: unas como premio, otras como castigo, otras como transición. Pero en todas ha sido siempre protagonista, porque tener consciencia de la muerte es tenerla del tiempo, del pasado y del presente;  es por un lado,  proyectar y por otro, aprender de la historia, recordar. Es ser inteligente.
Desde la Edad del Hierro hasta la llegada del Imperio Romano, la Europa que no bañaba sus costas en el Mediterráneo estuvo ocupada por los celtas. Estos pueblos se regían por el ciclo agrícola y dividían el año en dos partes: Samonios (lunación octubre-noviembre), la mitad oscura, y Giamonios (lunación abril-mayo), la mitad clara. El año comenzaba con la fiesta del Samhain, que conmemoraba el principio de Samonios. Los celtas sabían que los tiempos por llegar serían duros, que vendrían el frío y las tormentas, y creían que durante esas tres noches, durante la luna llena de noviembre, en ese único  momento del año en que los corales sueltan las esporas en el mar, entre el equinoccio de otoño y el solsticio de invierno, los espíritus y fuerzas ocultas en la naturaleza que ellos llamaban Aos Sí se hacían presentes entre los vivos. Era precisamente a ellos a quienes había que pedir una cosecha abundante o buena salud para el ganado, con ellos había que tratar, era necesario honrarlos con comida e iluminar su camino con hogueras, antorchas y velas y pedir protección.
Linterna de Jack, o simplemente pumkin (calabaza).
Cuando los romanos conquistaron a los celtas, llevaron estas celebraciones a su propio calendario y las dedicaron a Pomona, la diosa de la cosecha. Pero en el siglo IV Roma se hizo cristiana, y el culto a los dioses dejó paso al culto a los santos. Aún así, la Iglesia mantuvo la fecha  y dedicó dos días, el 1 y el 2 de noviembre, a honrar a todas las almas, a todos los difuntos y a todos los espíritus.  A fin de cuentas, había más mártires y santos que días en el calendario juliano y no podían dejar a ninguno sin venerar.
En los países anglosajones cristianos, la noche precedente al día de Todos los Santos se llamó All Hallows’ Eve, (Noche de Todos los Santos), de donde deriva la palabra Halloween. En Escocia y sobre todo en Irlanda, algunos ritos del Samhain continuaban vigentes. Seguían invocando a los espíritus para pedir fortuna e iluminando las tierras con hogueras y antorchas para abrirles el camino. Hacían ofrendas de comida y bebida y practicaban la adivinación. La Iglesia de Roma no terminaba de verlo bien,  pero hizo bastante la vista gorda; sobre todo cuando a partir de la Edad Media se popularizaron también otras costumbres mucho más inocentes a sus ojos como los aguinaldos a los mimos, personajes  disfrazados de espíritu maligno que aparecían en las casas, se sentaban a jugar a los dados en silencio y no se iban hasta recibir comida o dinero. Pero toda Europa y toda la Cristiandad bailaba durante los primeros días de noviembre la danza macabra, un coqueteo con la muerte en la que los espíritus de los difuntos cantaban Vosotros sois lo que nosotros fuimos, nosotros somos lo que vosotros seréis.  Sabían que más tarde o más temprano la dama de la guadaña llamaría a la puerta y este democrático personaje no haría distinciones entre ricos y pobres, clérigos y civiles, monstruos y bellos.
Los españoles que llegaron al Nuevo Mundo en 1492 no eran muy partidarios de las celebraciones nocturnas. Los conquistadores católicos honraban a sus muertos de día, en el cementerio, oyendo misas de réquiem, encendiendo velas o comiendo dulces como castañas asadas, buñuelos de viento, huesos de santo, pestiños o panellets. Pero los indígenas de América Central y del Norte daban una importancia enorme a sus ritos funerarios. Eran unas fiestas que duraban meses, en las que bailaban rodeados de calaveras con la diosa Mictecacíhuatl, la "Dama de la Muerte", un esqueleto vestido de mujer que un grabador mexicano, José Guadalupe Posada, rebautizaría mucho después, ya en el siglo XIX, con un nombre mucho más pronunciable:  La Catrina. Los indios se adornaban con cempasúchil, una especie de clavel de color naranja, y comían dulces de calabaza, también naranja. La calabaza ocupaba y ocupa un lugar privilegiado en la cocina americana; junto con el maíz, el frijol y el chile forma parte de la tetralogía alimenticia de México desde tiempos inmemoriales, de ella se aprovecha todo: el tallo, las guías, las flores, los frutos y las semillas.
Altar mexicano del Día de Muertos
Llevados del mismo ánimo conciliador que los romanos, los españoles trasladaron y redujeron estas grandes celebraciones a los dos primeros días de noviembre, con sus respectivas noches. Se produjo así un nuevo sincretismo que conjugó elementos de las dos civilizaciones: altares, cantos, rezos, velas, misas, cementerios y cruces, pero también comida, bebida, fiesta, música, calabazas y calaveras.  
Desde entonces, en México, los niños esperan la fiesta del Día de Muertos casi con la misma ilusión que la Navidad. Hay una noche dedicada a ellos, la del 31 de octubre, en la que vienen las almas de los "angelitos", y otra, la del 1 de noviembre, en la que llegan las de los mayores. Es una celebración alegre y dulce donde comen el bollo llamado pan de muerto, mordisquean "calacas" (calaveras) de azúcar y escriben "calaveritas", versos rimados en las que La Catrina bromea con  personajes de la vida real, aludiendo a sus debilidades y profetizando su muerte. La mayoría de los hogares coloca unos altares, unas mesas cargadas de simbolismo, dedicadas a los que ya no están, que tienen prácticamente de todo. Coronas y flores de cempasúchil, confeti de colores, velas, cruces, santos, esqueletos con sombreros y juguetes para que jueguen con ellos las almas infantiles, objetos e imágenes de los difuntos o sus platos favoritos (incluyendo bebida o tabaco), pan de muerto con distintas formas y muchas calabazas, dulces de calabaza y calabezete.
Los primeros estadounidenses no veían con buenos ojos ni los ritos de Halloween ni los ni los del Día de Muertos. Pero en el siglo XIX se produjo una llegada masiva de inmigrantes de las islas británicas y las tradiciones se mezclaron una vez más. Los niños irlandeses salían a la calle disfrazados de espíritus malignos (brujas, vampiros, diablos, zombies, fantasmas o esqueletos) y pedían "trick or treat", "truco o trato", un trato a cambio de no hacer un truco, de no lanzar un "hechizo" sobre el hogar. Además, allí las calabazas estaban muy presentes y eran perfectas para hacer lo que ellos denominaban Jack o' lanterns, linternas de Jack, una antorcha con una cara grotesca llamada así por la leyenda de un hombre demasiado malvado ir al cielo pero demasiado bueno para ir al infierno, un alma condenada a errar eternamente que aparecía en aquella noche misteriosa.
En 1921 se organizó en Minnesota el primer desfile de Halloween. Congregó  a niños de todos los orígenes y de todas las religiones y el mercado vio la ocasión perfecta para vender calabazas, organizar fiestas de disfraces y decorar altares. La sociedad de consumo y la publicidad hicieron el resto. Esa noche repiten lo que hemos sabido siempre;  hablan, y en boca de Shakespeare, entre susurros, velas y tinieblas, nos recuerdan que el pensamiento es esclavo de la vida y la vida es un pelele del tiempo. Y el tiempo, que cuida del mundo todo, ha de detenerse.
La Danza Macabra. Jacov Von Wit (1586-1619)