Botella de vidrio iridiscente. Roma, S. I dC |
Hace unos dos mil
años, unos mercaderes fenicios que se dirigían a Egipto a vender unas rocas de natrón (carbonato
de sodio) se detuvieron para hacer noche a la orilla del río Belus. Al ir a preparar la cena, no encontraron piedras en las que colocar la olla y pusieron en su lugar unos
trozos del mineral que llevaban consigo. Cuando despertaron al día siguiente comprobaron con asombro que el fuego había
fundido las rocas con la arena y las cenizas, dejando que surgiera un material brillante,
maleable y viscoso: el vidrio.
Aún dudando de la veracidad de las
palabras de Plinio El Viejo, lo cierto es que fueron los fenicios los primeros en descubrir las posibilidades de esa pasta, los primeros en observar que al soplar con un tubo de metal dentro de una bola todavía caliente, ésta
se hinchaba como un globo y se convertía en una sustancia dúctil y translúcida que se endurecía al secarse y con la que se podían crear todo tipo de objetos; un material mucho más impermeable y ligero que el barro, que ofrecía posibilidades enormes. Los romanos, dueños del imperio más importante del momento, no sólo aprendieron de ellos los secretos del vidrio soplado, sino que mejoraron y ampliaron tanto las técnicas como las formas e hicieron vasos, cajas, cuencos, jarros, jarras, jarrones, vasos, lámparas, bandejas, ampollas y, por supuesto, botellas, unos recipientes para guardar líquidos tan parecidos a los actuales que incluso las cerraban con corteza de alcornoque.
El altísimo nivel que Roma alcanzó en el arte del vidrio desapareció del mundo durante las invasiones bárbaras, con la excepción de unos pocos conocimientos que encontraron refugio en Oriente. Poco a poco, los vidrieros fueron asomando tímidamente la cabeza en aquel escenario de lucha por la supervivencia y hacia el 1120 Theophilus Presbyter (Teófilo El Presbítero) dejaba escritas en Alemania las primeras instrucciones de vidrería en su libro De diversis artibus (De las distintas artes). En el siglo XIII ya se veían vidrieras en algunas iglesias y botellas en los castillos.
El altísimo nivel que Roma alcanzó en el arte del vidrio desapareció del mundo durante las invasiones bárbaras, con la excepción de unos pocos conocimientos que encontraron refugio en Oriente. Poco a poco, los vidrieros fueron asomando tímidamente la cabeza en aquel escenario de lucha por la supervivencia y hacia el 1120 Theophilus Presbyter (Teófilo El Presbítero) dejaba escritas en Alemania las primeras instrucciones de vidrería en su libro De diversis artibus (De las distintas artes). En el siglo XIII ya se veían vidrieras en algunas iglesias y botellas en los castillos.
Botella de peregrino, Murano, 1525 |
Éstas seguían el típico modelo oriental que se conoce como botella globular, un recipiente de cuerpo esférico con un cuello largo y estrecho. Las usaban para contener, transportar y presentar agua o vino en la mesa y las cerraban con un trozo de madera envuelto en un trapo que les ataban al cuello con un cordel. Para protegerlas de los golpes, a veces las cubrían con mimbre o cáñamo, una envoltura que también las mantenía de pie, el mismo sistema que todavía se ve en algunas botellas de Chianti o en las damajuanas, llamadas así por la reina Juana I de Nápoles (1326-1382).
Doscientos años más tarde los vidrieros venecianos ya habían conseguido recuperar muchas de las técnicas
romanas y la industria del vidrio volvió a florecer. Fabricaron botellas preciosas, de vidrio esmaltado, pintado o dorado. Forma muy popular fue la botella de peregrino, una especie de cantimplora que se llevaba colgada del cuerpo con una cuerda porque, por su frágil naturaleza, las botellas de vidrio no servían para el transporte de líquidos a gran escala. El vino salía del viñedo en barricas y viajaba encerrado en la madera hasta las villas, pueblos y aldeas más importantes. Allí los taberneros lo embotellaban y distribuían entre sus clientes, que tenían que fiarse de lo que les daban.
Cuando los vidrieros comenzaron a trabajar con carbón, la temperatura de los hornos subió y surgió un vidrio más resistente y pesado. Las formas de las botellas se modificaron, los cuerpos aumentaron, los cuellos encogieron y las bases se hicieron convexas para prevenir los cambios de temperatura en el interior. La gente devolvía las botellas sistemáticamente, pero muchos las tenían en propiedad, identificadas con un sello en el vidrio con el año de su realización o el emblema del dueño. Eran bienes preciados, piezas artesanales encargadas ex-professo que se cuidaban con mimo y se mantenían en la familia pasando de generación en generación. La costumbre de conservarlas se mantuvo hasta bien entrado el siglo XIX y todavía hoy se consideran valiosas piezas de coleccionista.
En la mesa, el vino se presentaba en jarros o botellas especiales y más pequeñas, pero la mayor parte de lo que se consumía fuera de su lugar de origen no era lo que decía ser. No existían las etiquetas y había muchos abusos, fraudes y adulteraciones: los comerciantes o intermediarios las rellenaban de agua o vino de mala calidad y muy pocos podían evitar que el alcohol se oxidara o que el líquido se contaminara durante los trasvases. Los tapones de madera se fueron sustituyendo por otros más eficaces, tanto para el contenido como para el continente: primero fueron trapos empapados en aceite y, por fin, a mediados del siglo XVII, tapones de corcho que, evidentemente, llegaron acompañados de un inseparable hilo de hierro retorcido en espiral: el sacacorchos.
Los dueños de los viñedos comprobaron que, al entrar en contacto en el corcho húmedo, el vino continuaba su proceso natural dentro de la botella. Empezaron a almacenarlas en horizontal y nació así la botella cilíndrica, de distinto tipo según el vino o el país: para el de Burdeos, de hombros muy marcados; para el de Borgoña, sin hombros y con largo cuello y, para el de Champagne, parecida a la de Borgoña pero de un diámetro mayor y con un cristal más grueso para contener la presión de las burbujas. España aportó la oscura y esbelta botella de Jerez.
Todas tenían el color verde del vidrio fabricado con cenizas de helechos característico del Norte de Europa, aunque se fueron estableciendo también los colores más aptos para la fermentación de otras bebidas: verde oscuro para el vino tinto, marrón para el oporto, verde claro para el blanco y ámbar para la cerveza. También se fijó la medida estándar de una botella de vino: 750 cm3, la cantidad que un vidriero medio soplaba de una vez. La cápsula (esa especie de funda de aleación metálica que recubre el corcho), nació alrededor de 1760, cuando l os encargados de guardar y administrar los exquisitos vinos franceses de Francisco I de Austria no pudieron evitar que les pillaran rellenando las botellas. El emperador ordenó colocar en todas ellas un sello que debía mantenerse intacto hasta el mismo momento de su consumo. La idea cuajó y treinta años más tarde un húngaro creó la primera cápsula de estaño.
A mediados del XIX la mayoría de los vidrieros había dejado de soplar botellas y se dedicaba sólo a trabajar los mejores cristales del mundo. Las máquinas se encargaron de llenar de aire las botellas verdes, las bodegas de etiquetar sus productos y el vino apareció en el comedor envuelto en un uniforme sobrio y científico, que mostraba claramente las pruebas de su identidad.
Aún así, hasta bien entrado el siglo XX, en muchas casas todavía preferían presentar las bebidas en botellas o jarros especiales, a veces de vidrio pintado o dorado, otras de cristal tallado y resplandeciente. El vino malo recuperaba de este modo la dignidad y se convertía en un invitado que se presentaba a la mesa elegantemente vestido. Nadie se atrevía a decir que había salido de la boca de un recipiente verde, rústico y vulgar, que tenía un origen humilde o que era demasiado joven. Besaba la boca de otra botella más sofisticada hundiéndose a través de su cuello, se acomodaba en ese cuerpo distinto y descansaba allí, envuelto en un nuevo brillo, hasta que la fuerza de una mano le obligaba a salir por última vez para rebrotar saltando en una copa donde por fin, acurrucado, estaría listo para sentir la caricia y el roce de los labios.
En la mesa, el vino se presentaba en jarros o botellas especiales y más pequeñas, pero la mayor parte de lo que se consumía fuera de su lugar de origen no era lo que decía ser. No existían las etiquetas y había muchos abusos, fraudes y adulteraciones: los comerciantes o intermediarios las rellenaban de agua o vino de mala calidad y muy pocos podían evitar que el alcohol se oxidara o que el líquido se contaminara durante los trasvases. Los tapones de madera se fueron sustituyendo por otros más eficaces, tanto para el contenido como para el continente: primero fueron trapos empapados en aceite y, por fin, a mediados del siglo XVII, tapones de corcho que, evidentemente, llegaron acompañados de un inseparable hilo de hierro retorcido en espiral: el sacacorchos.
Botellas inglesas, 1660-1823 |
Los dueños de los viñedos comprobaron que, al entrar en contacto en el corcho húmedo, el vino continuaba su proceso natural dentro de la botella. Empezaron a almacenarlas en horizontal y nació así la botella cilíndrica, de distinto tipo según el vino o el país: para el de Burdeos, de hombros muy marcados; para el de Borgoña, sin hombros y con largo cuello y, para el de Champagne, parecida a la de Borgoña pero de un diámetro mayor y con un cristal más grueso para contener la presión de las burbujas. España aportó la oscura y esbelta botella de Jerez.
Botellas (Archimede Seguso), Murano c.1950 |
A mediados del XIX la mayoría de los vidrieros había dejado de soplar botellas y se dedicaba sólo a trabajar los mejores cristales del mundo. Las máquinas se encargaron de llenar de aire las botellas verdes, las bodegas de etiquetar sus productos y el vino apareció en el comedor envuelto en un uniforme sobrio y científico, que mostraba claramente las pruebas de su identidad.
Aún así, hasta bien entrado el siglo XX, en muchas casas todavía preferían presentar las bebidas en botellas o jarros especiales, a veces de vidrio pintado o dorado, otras de cristal tallado y resplandeciente. El vino malo recuperaba de este modo la dignidad y se convertía en un invitado que se presentaba a la mesa elegantemente vestido. Nadie se atrevía a decir que había salido de la boca de un recipiente verde, rústico y vulgar, que tenía un origen humilde o que era demasiado joven. Besaba la boca de otra botella más sofisticada hundiéndose a través de su cuello, se acomodaba en ese cuerpo distinto y descansaba allí, envuelto en un nuevo brillo, hasta que la fuerza de una mano le obligaba a salir por última vez para rebrotar saltando en una copa donde por fin, acurrucado, estaría listo para sentir la caricia y el roce de los labios.
Siempre me pregunté de dónde venía la palabra "damajuana". Siempre quise saber porqué el vidrio es verde... ignoraba que la medida que se pudiera soplar de una vez fuera 750cm3... sé muy poco de la historia del vidrio, algo tan digno y tan familiar... Ahora sé mucho más.
ResponderEliminarQué bonito y llevadero es el texto, Almudena, gracias otra vez.
Super interesante, hoy nos sorprendes con la botella y su material el vidrio, siempre viene bien saber todo lo que nos trasmites, muchas gracias por lo bien que lo haces. Un beso
ResponderEliminarTenéis que ver "Herz aus glass" (Corazón de cristal) de W. Herzog.
ResponderEliminar(Soy Luis Auserón pero estoy en casa de Mónica Sevil)