Castillo de Kenilworth, en Warwickshire, Inglaterra. Escuela inglesa, S. XVII. Óleo sobre tabla . |
Robert Dudley quería casarse con
la reina Isabel. Era una decisión seria, meditada, producto de más de tres
décadas de relaciones. Se conocían desde niños, juntos habían vivido episodios
trágicos, sobrevivido a varias guerras e incluso compartido prisión, la torre
de Londres, durante los tiempos de María Tudor, María La Sanguinaria. Eran
amantes desde hacía años y por entonces, en 1575, los dos superaban ya los cuarenta. Él ahora poseía
un título, conde de Leicester, otorgado por la propia reina y era el
propietario de grandes tierras y de un viejo castillo normando, Kenilworth, en
Warwickshire, también regalo suyo, que estaba reformando para hacerlo digno de
optar a su mano.
Dudley era un personaje peculiar.
Atractivo, delgado, con unos ojos tan oscuros como sus intenciones, era el
perfecto cortesano vestido con lujo, bravo duelista, hábil jugador de pelota, cazador
diestro, amante del arte y buen tañedor de laúd. Gustaba, como Isabel, de la
música y el teatro. Pero no era muy popular en Inglaterra. Famoso por sus líos
de faldas, había estado casado casi desde la infancia con Amy Robstar, una
mujer de difícil salud, que pocos años atrás se había roto el cuello al caer de
la escalera de su casa. El pueblo y la corte murmuraban que había sido el
propio Dudley quien había dado el empujón.
Por su parte, Isabel no quería casarse. Estaba muy cómoda así, tranquila, sin compartir el poder ni las decisiones. Sabía que no podía tener hijos y, cual Penélope, escaldada ya de los peligros del matrimonio tras haber sido testigo del triste final de cinco de las seis esposas de su padre, Enrique VIII, rechazaba uno tras otro a todos sus pretendientes, incluso al poderoso Felipe II de España, viudo ahora de su malparada hermana. Ella daba a Dudley el trato y las prebendas de un favorito y consejero real e incluso compartía con él techo en Londres, entre los muros de Whitehall, pero no se decidía a dar el paso.
Por su parte, Isabel no quería casarse. Estaba muy cómoda así, tranquila, sin compartir el poder ni las decisiones. Sabía que no podía tener hijos y, cual Penélope, escaldada ya de los peligros del matrimonio tras haber sido testigo del triste final de cinco de las seis esposas de su padre, Enrique VIII, rechazaba uno tras otro a todos sus pretendientes, incluso al poderoso Felipe II de España, viudo ahora de su malparada hermana. Ella daba a Dudley el trato y las prebendas de un favorito y consejero real e incluso compartía con él techo en Londres, entre los muros de Whitehall, pero no se decidía a dar el paso.
Robert Dudley, conde de Leicester, por Zuccaro |
Para Leicester, la perspectiva de
ser rey era emocionante. La reina estaba enamorada de él, lo sabía, ella lo
decía y lo demostraba colmándole de regalos y de distinciones. Pero, a veces Isabel entraba en cólera al escuchar los rumores, casi siempre ciertos, sobre su
promiscuidad. Si quería conseguir su objetivo, él debería preparar un escenario en
el que ella fuera incapaz de decirle que no. Dudley tendría que llevarla a su terreno,
envolverla, conquistarla y transportarla a un lugar mágico, al reino de Camelot,
que ella tanto evocaba, donde él ejercería de Arturo y ella, de reina Ginebra. La
inauguración de Kenilworth, tras las reformas sería la ocasión perfecta. La inmensa
fortaleza, enclavada en un entorno casi irreal, entre estanques, lagos, bosques
y jardines se convertiría en un inmenso escenario natural donde cualquier cosa sería
posible. Las fiestas, que habrían de prolongarse durante veinte días, pasarían
a la historia como las más espléndidas que nadie organizara jamás.
Isabel salió de Londres a
principios de julio acompañada de una corte de 31 cortesanos y 400 personas de servicio y llegó al castillo el día 9 de aquel mismo mes. Cuando ella y su séquito cruzaron el estrecho puente de madera hasta la monumental puerta de entrada,
colocada entre dos recios torreones octogonales, se oyó un disparo en el cielo y el reloj del castillo se detuvo. Dudley lo había ordenado así, no debería
haber audiencias, problemas, intrigas o noticias. Los cortesanos permanecieron en silencio, escuchando el
sonido inquietante de los bosques cercanos. Una de las diez sibilas apareció en una
isla flotante, brillando entre antorchas, envuelta en una túnica de seda
blanca, recitando poesías de bienvenida. Los carruajes cruzaron la primera
puerta y el mismo Hércules abrió el paso hasta la segunda, donde a Isabel le
fueron entregados todo tipo de regalos de manos de los dioses. Arpas, trompetas e instrumentos musicales de Febo, dios de la música, armas, cuchillos y
dagas de manos de Marte, dios de la guerra. Joyas, oro y piedras preciosas.
Isabel I. Escuela inglesa, 1575 |
Ya dentro del castillo, la reina se
acomodó en el nuevo pabellón, construido expresamente para ella. Su fachada,
abierta por filas de amplios ventanales mirando al lago, marcaría durante
los siglos siguientes las líneas del estilo isabelino. En el interior había retratos de ambos,
iniciales cruzadas, ricos tapices de Flandes, mullidas alfombras orientales, muebles de
sólido roble tallados hasta el último centímetro con roleos y tornapuntas,
chimeneas de alabastro y cortinas de brocado.
Había incluso un enorme salón de baile para que ella pudiera disfrutar
cada vez que quisiera de su entretenimiento favorito: la danza.
Los diecinueve días siguientes
fueron un continuo discurrir de fiestas y diversión. En las comidas, que cuando el tiempo lo permitía se
celebraban en el jardín, se emplearon cocineros, ayudantes e incluso artistas. Tomaron pavos y piñas (ambas exóticas delicias traídas de las
colonias), ovejas, garzas, patos, huevos, pan, mantequilla, mermelada de leche y rosas,
bollos horneados, pasteles de carne y puddings con salsa de salchichas. Para los
postres, Dudley había hecho fundir en metal moldes de los
monumentos del castillo en miniatura, con los que hizo elaborar estatuas de azúcar, una
exquisitez llegada de las Indias. El aviario era una jaula plagada de pájaros
tan dulces como multicolores y la fuente central, reproducida hasta el último
detalle, hacía de dulce y comestible frutero.
Pasaron la mayoría de las mañanas
en el castillo, donde ella nombraba caballeros o curaba a la gente del “Mal del
Rey”, con el simple gesto de posar sus manos sobre las suyas. Por las tardes había partidas de caza o bear bating, el
espectáculo del oso en lucha contra los perros hasta bien entrada la noche. Un
día, Isabel regresó escoltada por una procesión de antorchas que la acompañó no
sin antes interpretar una obra durante el camino. Los fuegos artificiales brillaban y sonaban hasta la madrugada, en un estruendo que se
escuchaba en más de veinte millas a la redonda. Una noche, ella y Dudley atravesaron
el puente de madera para escuchar la música desde lejos, sentados románticamente en una barca del lago. Los domingos,
asistían a misa y pasaban la tarde entre música y baile. La lista de distracciones fue infinita: hoy
un acróbata italiano; mañana, la Dama del Lago blandiendo a Excalibur; al otro obras de teatro de los vecinos, hubo delfines y ninfas, mascaradas y comedias, desfiles y paradas.
Isabel y Dudley bailando la volta. Gheeraerts, 1580. |
Pero veinte días eran demasiados
para Dudley, sobre todo cuando aquello no terminaba de cuajar. Las fiestas
le estaban costando mil setecientas libras por jornada y la reina no se rendía. Ni
las bebidas embriagadoras, ni las exquisiteces de la mesa, ni los bailes ni
los juegos servían de nada, todo lo contrario: el exceso de ocio y el placer
constante enervaba a Isabel, y para Dudley se estaba convirtiendo en
una tortura. Él decidió precipitar los acontecimientos y jugar el peligroso juego de los
celos.
No se sabe bien qué pasó. Algunos
historiadores dicen que la reina encontró a su amante en brazos de Lady Douglas
Sheffield, otros que la culpable fue Lettice Knollys, esposa del Conde de
Essex. El caso es que a los diecinueve días de su llegada, antes del final oficial de las fiestas, el 27 de julio,
Isabel I abandonó a toda prisa el castillo de Kenilworth y regresó a Whitehall decidida a olvidarle. Al año siguiente Lettice Knollys quedó viuda de Essex y los amantes, tras dejar pasar los dos años de luto reglamentario, se casaron en 1578, en una ceremonia privadísima en la que ella llevó un vestido ancho que demostraba su evidente embarazo.
Isabel nunca le perdonó. Alejó a los esposos de Whitehall y retiró sus favores a Dudley, al que sustituyó por el hijastro de éste, el segundo conde de Essex, treinta años más joven que él. Leicester moriría una década después en la bancarrota, vencedor de la armada española pero vencido por una soberana, odiado por los ingleses y alejado de la corte y de ella, demasiado mujer para no sentirse herida pero demasiado reina para demostrarlo. Porque, como un niño de 11 años llamado William Shakespeare, testigo local de los fastos de Kenilworth, escribiría décadas más tarde en el El sueño de una noche de verano, "son las cruces habituales del amor el ensimismamiento, la ilusión, los suspiros, los deseos y las lágrimas, triste séquito de la fantasía".
Estoy asombrada, esta historia me ha fascinado. Precioso culebrón. No sabía mucho de los fastuos de aquel acontecimiento, apenas una noción histórica.
ResponderEliminarGracias por enseñarnos el pasado desde ese otro punto de vista, por contarlo -una vez más- tan bien y por decorar mis viernes por la mañana.
La historia, en sí, digna del Olimpo... :)
Uno de los primeros picnics de los que tengo noticia, con su mantel dispuesto sobre la hierba enfrente de la reina Isabel y las viandas colocadas en forzada perspectiva a la vista del lector aparece en un grabado del “Booke of Hunting” de George Turbervile, publicado en 1576, un año después de las fiestas de Kenilworth, cuando la reina tenía 43 años. En realidad se trata de una traducción de “La Venerie” de Jacques du Fouilloux de 1562, del cual copia también los grabados con escasos cambios; uno de ellos es, precisamente, la reina inglesa. ¿No es curioso pensar que también en Kenilworth se organizaron cacerías para Isabel con ágapes como el que inspira el picnic del “Booke of Hunting?
ResponderEliminarBesos de nuevo
Bruno
Qué historia tan apasionante e inspiradora!. Me ha encantado, gracias Almudena otra vez, por evocarnos la historia e ilustrarnos de forma tan entretenida. Como siempre espero impaciente la próxima entrega. Un besazo.
ResponderEliminarPrecioso, como siempre Almudena. Me ha recordado un episodio de la Historia de Francia, que tiene sus similitudes (por el fasto y el derroche en el afán de querer impresionar), la fiesta dada por Nicolas Fouquet a Louis XIV, que le costó toda su fortuna, y su vida también... Me ha encantado, gracias.
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